ORACIONES A DISTANCIA

Cuando uno hace lo que a uno verdaderamente le gusta, las alarmas o despertadores son innecesarios. La excitación por hacer lo que te produce una sensación cercana a eso que le llamamos felicidad es más fuerte que cualquier cansancio y te despiertas temprano por puro placer. Ese domingo, era el cuarto día seguido que me levantaba a las cuatro de la mañana.

Media hora después de desarmar la carpa y acomodar toda la carga en la bicicleta, estaba de nuevo, en la calle, en el desierto de Arizona.

Pedalear sin música es lo mejor que me ha pasado, cuando en Tabasco, México, se dañó el reproductor, pensé que sería una agonía hacerlo sin sonidos. Sin embargo, eso me ayudó a concentrarme más y mejor en el paisaje y en los sonidos de la naturaleza (especialmente el canto del viento), pero, sobre todo, me ayudó a enfocarme en mi voz interna, en mi silencio. Me di cuenta que podía pasar hasta doce horas sentado en la bicicleta, escuchándome y conociendome mejor. A lo que algunas personas le llaman estar solo yo le llamo estar conmigo. Y eso a veces me hace falta.

Para estos días, después de tantos meses que se dañó el reproductor, puedo decir que no me hace falta. A veces canto o lo intento hacer, otras recito versos de poetas puestos en mis labios que llegan aleatoriamente para regalarme una sonrisa. ¡Me la paso bien!

Y ese domingo, la carretera parecía interminable. La recta se perdía en el horizonte, de donde salía el sol como una postal del desierto. Hay ciertas cosas que nunca hago cuando estoy pedaleando, una es: No ver la hora, sino hasta cuando tengo hambre; la otra: nunca ver hacía tras por más que el paisaje me lo exija, no lo hago, "lo pasado pasado, no me interesa", dice una canción, y eso hago. Cuando la carretera termino en un pueblo llamado Wikernburg, pasé a un restaurante de comida rápida no apta para vegetarianos, así que comí poco y mal, lo único bueno fue que el dispensador de bebidas ofrecía la marca de una bebida re-hidratante, sin pensármelo tanto, llené dos litros y mi botellín. Eso fue lo único bueno de ese desayuno.

Continué rumbo a la ciudad de Phoenix, sabía que el día sería largo, más bien, que la pedaleada sería tal, el día sería el mismo. El cielo ,totalmente despejado, daba vía libre al sol para hacer lo que quisiera conmigo. El viento, por momentos, violento, viajaba de Sur a Norte y traía una frescura agradable que minimizaba los efectos solares.

Sin ver la hora, sabía que el almuerzo, sino es que ya había llegado, estaba por llegar. Tenía hambre de nuevo. Y ese si es problema. Hace varios meses descubrí cuando estaba pedaleando rumbo a la ciudad de Puebla que me sentía aburrido. Pero, ¿por qué? me preguntaba. Descubrí que no era aburrimiento, era hambre lo que sentía. Otro día descubrí que era sueño. Pero nunca aburrimiento.

45 Km antes de llegar a Phoenix, en un predio valdío o descampado, había una considerable cantidad de autos y a simple vista parecía como un mercado improvisado. Seguro tienen comida, pensé y decidí pasar. En el lugar se vendían cosas usadas, generalmente ropa, zapatos, películas y hasta unos rifles y munición. Un pequeño puesto anunciaba en español la venta de burritos y tamales ¡Que lujo!, paré en seguida y sin pensarlo tanto me pedí un burrito de frijol con queso. Una señora, ya con bastantes canas en su haber, me lo sirvió, luego pedí otro y otro; después pasé a probar los tamales, me comí uno de raja (chile) y otro de queso. La comida mexicana es como el sexo, una vez uno lo prueba, es imposible resistirse el resto de la vida, aunque falten los dientes. Como casi siempre sucede, me puse a conversar con la señora, que me contó era originaria de Guanajuato y tenía 30 años de vivir en los Estados Unidos, era retirada y pensionada, desde hacía unos años y para no aburrirse en la casa, venía los días sábados y domingos a vender al "swap meet" (Mercado de pulgas lo conocemos en El Salvador, en México le dicen el Tianguis) y además de comida, tambien vendía figuritas y estampas de santos. En ese momento llegó en una "troca" (pickup) su esposo, Don Celestino, para servirle, me dijo y me extendió la mano. Ya nos vamos...., me dijo la señora de nombre Maximina, pero usted dígame Maxi, me dijo, hace mucho viento y así no se puede vender. Don Celestino, que caminaba con la dificultad que la edad le imponía, comenzó a desarmar el improvisado puesto. Le ayudé a subir un par de tablas, cuando terminé, la señora Maximina, me preguntó: Y por cierto, ¿usted que anda haciendo por aquí? una vez más comencé con la letanía del recorrido, algo que no me molestó, al contrario, ya para este tiempo me agrada contar y hasta parece que lo cuento con una versión bastante resumida y divertida. ¡Ah, que muchacho, más vago!...---me dijo, la palabra muchacho se escuchó como mushasho. Seguimos conversando. Don Celestino me ofreció unas empanadas de calabaza, ¡Riquísimas!, me comí dos y pedí la cuenta. No se preocupe, me dijo, no es nada. ¡No!..., le dije negando con la cabeza y sonriendo, No esto no lo puedo permitir, gracias, pero no---saqué cinco dolores y me costó un gran trabajo lograr que me los aceptara. Don celestino me ofreció otra empanada, lo agradecí pero no la tome ¡Ah, que muchacho este!, me decía, entonces llévese estas botellas de agua. No, le seguí diciendo, hasta que finalmente acepté. ¡Gracias!, les dije y tomé la bicicleta. La señora Maxi me dijo: ¿Y cual es su nombre muchacho?. Me llamo Giovanni, le dije. La señora Maxi tomó un papel y me pidió que se lo repitiera; Lo hice y le pregunté el porqué del apunte, me dijo que para tenerme en sus oraciones. Eso hizo recordarme a mi madre y sus infatigables oraciones, en las que, sin duda, siempre aparece mi nombre. Gracias, le volví a decir y antes de irme les pedi a los dos, a Doña Maxi y a Don Celestino una imagen para mis recuerdos.

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