LAS CUMBRES DE MALTRATA
No había forma de escaparse de la intimidante presencia de la Sierra Madre mexicana, había llegado frente a ella, y sin saberlo, estaba a punto de subir el peor ascenso de todo el recorrido en bicicleta. Estaba frente a los temidos asensos hacia el Estado de Puebla y la ciudad de México.
Desde hacía algunas semanas atrás un par de ciclistas mexicanos me advirtieron acerca de lo exigente que sería ese ascenso conocido como “Las Cumbres de Maltrata”. Sus palabras no eran nada alentadoras, más bien lo contrario, desmotivantes al punto de producir cierto miedo; miedo que no había sentido hasta esa parte del recorrido. Claro, no era un miedo de vida o muerte, sino ese temor de fallar ante una prueba, una especie de examen final. Pero teme quien no está preparado, quien no ha hecho las tareas, quien no se ha esforzado para llegar a ese punto. Y si ya había llegado al pie de esa cordillera, algo de fuerza debía de tener en las piernas. Al menos eso era lo que yo creía, esa era mi esperanza. Aunque Esperanza se llamaba el pueblo que estaba en la cima. Así que no es poético decir que viajaba a la esperanza, porque era cierto. Al final de las cumbres, de acuerdo al mapa de google, comenzaría un leve descenso y llegaría al inicio de un largo altiplano y al pequeño poblado llamado Esperanza.
Desde arriba todos los mapas se ven iguales, parecen dibujos inanimados, pero desde abajo es cuando se aprecian todas las diferencias y los mapas cobran vida, voz, presencia.
El día en el que me toparía con ese asenso inició más temprano que de costumbre (la costumbre era levantarme tarde), pero esa madrugada más que levantarme, me di cuenta que no había podido dormir. Me había pasado la noche entera con una fuerte ansiedad, quizás temor, porque no había forma de dilatar el combate. Era la montaña en contra mía. Por más que quise descansar, no pude. Los amigos de la Cruz Roja de la ciudad de Córdoba me invitaron a charlar y a comer hasta altas horas de la noche. Todos me recordaban y me lo repetían y me lo repetían, que tendría una difícil prueba el día siguiente.
Cerca de las cuatro de la madrugada coloqué los maletines en la bici y me despedí de los pocos voluntarios que habían sobrevivido al sueño. Era domingo y yo estaba listo para la batalla, aunque mi rostro dijera lo contrario. Unas incorregibles ojeras al estilo de taxita nocturno le quitaban frescura a mi rostro. Momento. ¿Qué carajos es eso de frescura en el rostro? Me imagino que frescura es sinónimo de verse bien. Y yo no me veía bien. Iba rumbo a lo inevitable.
Primeramente debía pedalear 40 kilómetros de terreno entre llano y levemente inclinado (nada grave) y luego darían inicio los famosos y temidos ascensos a las cumbres de Maltrata. El paisaje y el clima de esa mañana fueron una maravilla. Un elegante serro nevado me cautivo con su belleza, era el pico de Orizaba que se acercaba y parecía que me saludaba y me advertía de los asensos que venían. El clima pasó de fresco a bastante fresco. Yo no paraba de fotografiar el paisaje, parecía el niño (o el adulto) que nunca ha visto nieve o el mar o el desierto o una mujer desnuda. Estaba fascinado hasta que se acabo el terreno plano. En cuestión de kilómetros estaba frente a una pared verde en el horizonte. Era mi prueba.
Antes de iniciar el asenso me detuve en una estación de servicio conocida como OXXO, realmente así se llama OXXO. Son tiendas que están por todo el territorio Mexicano y que a manera de ejemplo, cuando alguien quiere comprar cervezas o un café o un snack, dice: Vamos al OXXO; o también sirven como punto de referencia: ahí por el OXXO. A mí me consta. Pasé al citado OXXO y compré una pasta instantánea que se anunciaba en oferta y que estaba a escasos dos días de vencerse; lo primero si se anunciaba, lo segundo de ninguna forma, eso lo supe antes de comerla. De todas formas nada parece asustar a mi estomago. Sin embargo, la montaña que estaba frente a mí parecía que Sí y por eso quise esquivarlo, evitar el trago amargo de esa cuesta. Hasta ese momento no había pedido ningún tipo de ayuda o ray, había llegado con la fuerza de mis piernas y , sobre todo, con la fuerza de la voluntad. Pero al ver los carros que parecían de juguete en las empinadas subidas, quedé paralizado. Pensé en desistir de pedalear y mejor buscar algún tipo de ray o autobús, los que por suerte no encontré. Así que me comí otra pasta y me armé de valor. Si no puedo subir la montaña, tendré que averiguarlo, porque desde aquí no lo sé todavía---pensé eso y me subí a la bici. Pedalee resuelto hasta la presencia de las montañas. Estaba a punto de entrar en combate.
Fueron las piernas, como debía de ser, las primeras en sentir el cambio de ritmo, luego las espalda, luego los brazos, luego los dientes, luego la mirada, luego todo. Estaba en la montaña.
Pasé cerca de cuatro horas subiendo y subiendo, con apenas dos puertos de descanso. Nunca había trepado una montaña tan extensa, tampoco nunca había celebrado como ese día llegar a la cima. Fue indescriptible, grite a los cuatro vientos (aunque por la posición encontraba era uno solo viajando de Norte a Sur), creo que también lloré de emoción. Había vencido a la montaña, pero lo más importante, me había vencido a mi mismo y a mis miedos. Estaba en Esperanza un lugar adonde hay solamente dos estaciones, una es el frio y la otra la del tren. Unos de los lugares más helados en los que me tocó dormir durante todo el recorrido y no fue porque haya dormido dentro de una cárcel. Pero eso mejor se los cuento después….
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