MI NOCHE EN LA CARCEL
Desde la cima de la cordillera podía ver todo el camino empinado que serpenteaba las montañas. Había terminado el ascenso. Estaba en las Cumbres de Maltrata. No sería ese día en el que bajaría de la bicicleta derrotado por una montaña. Quizás más adelante, a lo mejor en otro Estado, en otro país, en otra montaña, pero no en las cumbres de Maltrata.
El dolor en las piernas había llegado a su fin, era hora de cobrar el premio de la gravedad: “todo lo que sube tiene que bajar”. Un largo descenso que apenas y me despeino el cabello, en parte porque llevaba puesto el casco y en parte porque el cabello lo tenía bastante corto, la barba que ya tenía más de un mes y medio sin afeitar si se despeino un poco más. Era el momento de gritar y celebrar, había vencido a la montaña en apenas medio día. Pero ya no podía seguir. Estaba cansado. Ahora venía la otra parte del recorrido: buscar un sitio donde pasar la noche, sin tener que pagar por ello, no porque no pudiera hacerlo, sino por puro placer humano, por llevarle la contraria al sistema que dicta como ley que todo tiene un precio y que los favores de humanidad no existen. Yo estaba empeñado en quebrar esa regla.
Al final del descenso dio inicio un interminable altiplano que no generaba mayor exigencia física, aunque el viento si había crecido en intensidad y volumen y el cuerpo ya resentía los cuarenta kilómetros de ascensos más los otros cuarenta kilómetros llanos. Necesitaba descansar y comer (otra vez).
El pico de Orizaba seguía hermoso, quizás más a esa hora del día cuando el sol y el cielo resaltaban todos sus bordes y la temperatura hacía presagiar que la noche sería muy fría. Algo que intuía, por la altitud del lugar, pero que en modo alguno podía imaginar cuanto.
Llegué a las garitas donde se cobra el peaje a los vehículos por el uso de la autopista. En México a esas carreteras se les llama de CUOTA y a las que están exentas de pago se les conoce como LIBRE o LA LIBRE. Crucé por el lado peatonal y busqué una oficina de gobierno llamada CAPUFE (Caminos y Puentes Federales) que me había recomendado un voluntario de la Cruz Roja de Córdoba, quién me dijo que era muy probable que me ayudaran y dieran posada. Pasé al lugar y pedí a hablar con el encargado, un par de señores, que veían un juego de futbol y vestidos con gabachas blancas, me dijeron que el jefe no estaba pero que regresaría en un par de horas. Les expliqué el recorrido y mi solicitud, ambos me vieron de reojo y no supieron decirme que No pero tampoco me dijeron que Sí; me sentía como el joven pretendiente al que le dicen que van a someter a consideración su solicitud de noviazgo (“Lo voy a pensar” ¿Pensar qué?...qué si lo quieren o lo puede llegar a querer a uno. Ridículo). Pedí permiso para dejar la bici a un costado del lugar y salir a buscar algo de comer; no hubo problema, ambos me dijeron que Sí.
Cerca de la oficina había un lugar de donde salía un humo bien agradable, delicioso, seguramente había comida, algo que me confirmó una niña que soplaba una pequeña cocina de carbón. Comí tres quesadillas y la mitad ¿Por qué a la mitad? Porque me quedé dormido antes de terminarme la cuarta. El cansancio doblegó mi deseo por la comida y me recosté en la pequeña mesa. Cuando había pasado media hora, pagué las cuatro quesadillas y me comí la otra mitad. Regresé a la oficina federal y los empleados me comunicaron la decisión. No podrían ayudarme. Me dijeron que por ser una oficina federal no podrían hacerlo. Pero ¿y eso que tiene que ver que sea federal? No supieron explicarme, pero entendí que un empleado federal está por encima de cualquier favor de humanidad.
Ahí estaba yo, físicamente molido (triturado), con sueño y frío, a la espera de algún milagro y encontrar un sitio donde pasar la noche en una tierra extranjera que de acuerdo, casi por unanimidad de todos los noticieros, en español, inglés y hasta en chino, era un lugar peligrosísimo, lleno de bandas y carteles de la droga. Milagros que había que buscarlos o provocarlos. En el ambiente había algo que me daba mucha paz, y no era el humo agradable de las quesadillas, seguramente era el paisaje o el clima. Me parecía que en ese lugar no había muertos, mejor dicho, asesinatos, porque muertos hay en todas partes. Les pedí a los amigos de CAPUFE si podían recomendarme un sitio.
Me dijeron que el único lugar en el que podrían ayudarme era el ayuntamiento (municipalidad) que estaba como a cinco kilómetros, pero que por ser domingo estaba cerrada o bien, el otro sitio en el que podría recibir ayuda era, esto me lo dijeron con bastante lamento, la desacreditada (por corrupta) comandancia policial. Les pedí la dirección de la comandancia y con bastante facilidad me la dieron, pensando que yo había entendido las indicaciones con la misma facilidad con la que me la dieron. Por suerte, mi rostro fue lo bastante claro como para mostrar mi, comprensible, confusión. Uno de los tipos con gabacha consideró que era necesario ayudarme, y lo hizo, me ofreció llevarme dentro de una de las ambulancias a la comandancia de Esperanza. Se lo agradecí y subimos la bici. Durante el corto recorrido, el tipo de la gabacha resultó que, obviamente, era medico y me pidió disculpas por no poder ayudarme aduciendo siempre razones federales para no hacerlo.
Llegamos a la comandancia y había que salir a recitar el mensaje para solicitar ayuda, posada (claro, con el tiempo iba mejorando en ese arte de pedir). El lugar no se diferenciaba en nada de una delegación policial de mi país: Un escritorio viejo al final del cuarto, un policía sentado leyendo un periódico, tres sillas sucias a un costado de la pared en la que colgaba la imagen del presidente de la república mexicana. Quizás la única diferencia perceptible era la falta de un ventilador ruidoso. No era necesario porque el lugar era bastante frío.
─Permítame─ me dijo el agente policial después de escucharme y se dirigió a la parte trasera del lugar. En cuestión de segundos apareció la figura de otro policía, de mayor rango, edad y peso, que mostraba una inflexibilidad en el rostro, se veía disgustado. Una vez más le expliqué mi solicitud, le dije que nada más necesitaba un lugar donde tender la cobija y pasar la noche. El policía me vio como quien pasa un escáner por el cuerpo y no dijo nada hasta que asintió con el rostro y me preguntó: ─ ¿Solamente una noche?─ Sí, le dije, nada más por ahora y mañana temprano, muy temprano continuo mi recorrido hacia Puebla. El policía volvió a quedarse en silencio y parecía que meditaba demasiado sus próximas palabras: ¿Donde está la bicicleta?...preguntó y me saludó extendiendo su mano. Afuera, los amigos de CAPUFE me han dado un aventón, le dije. Salimos de la pequeña delegación y el policía se presentó ante el médico como el jefe de la delegación. El amigo de CAPUFE (Le digo amigo para no seguir diciéndole el tipo de la gabacha o simplemente médico) le pidió de favor que me brindará ayuda. El policía que seguía inexpresivo, volvió a asentir, señalo la bicicleta y dijo: Bájela, no se preocupe, nosotros le ayudaremos. Eso era todo lo que quería escuchar. No importaba que me dijera que el lugar que me ofrecería era el suelo. Bajé la bici y me despedí del amigo (ahora sí, amigo) de CAPUFE. Pasé a la delegación y me senté en una de las sillas polvosas. De inmediato llegaron otros agentes y me fusilaron con sus preguntas. Yo trataba de contestar lo más divertido posible (algo que no me genera problema) y en seguida estábamos sonriendo todos, a excepción del jefe policial que estaba sentado y con la pierna cruzada, con posé de periodista, al otro lado del escritorio. Seguía inexpresivo.
La tarde terminaba y el frió iba aumentando de volumen, mi cansancio también. Pregunté si podía tomar una ducha. Me dijeron que Sí y me llevaron a la parte trasera del lugar donde estaba un barril cubierto con agua capaz de revivir a un muerto o de matar a un vivo: ¡Heladísima! Restregué lo que tenía que restregar y rápidamente di por terminada esa bravía experiencia. Me puse, por primera vez, desde que salí de San Salvador la ropa de invierno que llevaba en el maletín. Estaba listo para descansar, pero antes debía de saber en qué parte de la delegación.
El jefe policial, al verme salir ya con otro rostro, me dijo que lo acompañará. Lo seguí. Me pidió que abordara la patrulla. Lo hice y no pregunté hacía donde íbamos. El jefe tampoco me lo dijo. Recorrimos por el pueblo que en otras condiciones podría ser muy hermoso, pero en ese momento, dentro de la patrulla pensaba en mi seguridad y en el enigmático rostro del jefe policial. Llegamos a un terreno baldío en el que estaba estacionada otra patrulla. Más adelante, había una pequeña casa. ¡Vamos! ¡Sígame! Me dijo el jefe con una voz de militar. Lo seguí. Pasamos al sitio, era una vivienda de origen humilde. En la sala estaban tres agentes policiales. Los saludé. Una señora rápidamente llegó a recibirnos y le preguntó al jefe si todos pasaríamos a comer. No, le dijo el jefe, solamente él comerá esta noche. Pasamos al comedor y la señora me ofreció huevos revueltos y frijoles. Los acepté. Luego me ofreció una ensalada. La acepte. Luego un café y pan. También acepte. Los agentes policiales charlaban y me preguntaban acerca del recorrido. Yo les seguía contestando, pero el jefe solamente me veía de reojo y con la mano puesta sobre la boca. No dijo nada.
Regresamos a la delegación y fue cuando por fin el jefe me hizo una pregunta, me dijo: ¡Joven! Para usted, ¿qué es la vida?...---De cualquier persona podría pensar que la pregunta era una broma y contestarla como tal, haciendo uso de la irracionalidad y la jocosidad. Pero era el jefe, inflexible con sus expresiones. Lo vi a los ojos como queriendo confirmar la pregunta y me sumergí en la respuesta: ¡No lo sé!, le dije, la verdad no lo sé. Pero creo saber qué no es la vida, y esto que hacemos todos los días no es la vida. Trabajar para gastar, para comprar cosas que no necesitamos. Y el problema no es el trabajo, sino el dinero, porque cuando uno hace lo que le gusta, no importa que a uno no le paguen, uno es feliz. El problema es que el ser humano no hace lo que le gusta, simplemente anda buscando lo que le produce dinero. Eso es lo que todos buscamos, eso es lo que creemos que es éxito. Y el dinero no es sinónimo de felicidad. Hay muchos músicos que no deberían de ser músicos, viven engañados porque están siguiendo el éxito y no el arte. Igualmente hay muchos abogados que deberían de ser artistas y no desperdiciar eso, eso que llamamos vida y que no regresa, que no regresará jamás, porque no tenemos la seguridad de volver a sentir esto, la vida. La vida que no sé qué es. No lo sé. Quizás nunca lo sepa, pero a mis 32 años siento que tengo claro lo que no es. Yo pienso que nada existe después de este momento. Creo que la vida es una oportunidad para aprender, crecer y compartir. Yo por eso ando en la bicicleta, porque, de lo contrario, cómo podría conocerlo a usted….─ El jefe no disintió pero tampoco asintió, simplemente cambio dejó de cruzar la pierna izquierda y cruzó la derecha. Me volvió a preguntar: ¿Y el universo? ¿Qué cree usted que es el universo?─ De nuevo volví a verle la mirada, pero no estaba bromeando, realmente estaba esperando una respuesta. ─Bueno, del universo tampoco sé mucho. Pero no creo que sea una casualidad y mucho menos un error. Existimos, de eso no hay duda, y ocupamos un espacio del que nadie sabe cómo es, si es que es largo, ancho, alto o bajo. Simplemente existe. Para mí el universo es Dios, o la idea de Dios. No tiene principio y tampoco fin. Simplemente: es. El problema es que desde nuestra realidad corpórea nunca vamos a poder explicar esa realidad, porque todo lo queremos explicar a partir de la materia. Sin duda, al menos eso es lo que creo, debe de haber algo que no vemos, a lo mejor hay quien lo intuye, y son esas otras realidades paralelas a la nuestra. Yo no me creo esto del cuerpo, yo le aseguro que no soy esto, ¡claro! Es esta boca desde donde se produce la voz, pero el pensamiento, eso soy yo, el pensamiento que la produce. ¿No sé si me entiende? Pero con esta de andar en la bicicleta uno se da cuenta que el dolor lo tiene el cuerpo, pero uno está sobre el cuerpo, hay una voz que grita y que ordena al cuerpo, esa voz, ese pensamiento soy yo. Y a partir de ese pensamiento quizás y uno puede entender, o quizás no, quizás nunca, lo que es el universo.
---Interesante….---dijo lentamente el jefe policial y se puso de pie─ Usted está cansado y debe de tener sueño; lo dejaré descansar. Discúlpeme, no le he dicho adonde. Puede quedarse dentro del salón del ayuntamiento, pero no hay electricidad y tendría que dejarlo con cerradura puesta y usted se va temprano. O si prefiere puede quedarse acá en el pasillo, pero no podrá dormir porque el radio comunicador debe permanecer encendido, o…─El jefe volvió a ver hacia dentro de la delegación─ Puede quedarse a dormir en una de las cárceles. De todas formas hoy no tenemos detenidos.
Como ya sabía que el jefe no era muy dado a las bromas, le creí y acepte su ofrecimiento. No hay problema, le dije, me quedó dentro de la cárcel, pero no le ponga llave─ Sonreí a la espera de que el jefe lo hiciera también. Por fin. Lo hizo. ─No se preocupe joven. Aquí estará seguro. Dio la orden para que me alojaran en la cárcel, me dio la mano y se despidió. Antes de irse le pedí de favor si podía tomarme una fotografía junto con El. Haciendo uso de su semblante serio me dijo: ─Prefería que No. Nos vemos joven. Y se marchó.
Me acomodé en la cárcel y quedé dormido, aunque se me hizo difícil, el frío era insoportable. Sin embargo, lo conseguía por momentos.
Cerca de la doce de la noche, escuche un ruido en la celda y la voz, que apenas había escuchado durante la tarde y la noche en Esperanza, pero inconfundible, del jefe policial que me decía: ─Le traje unas frazadas, joven, para que no aguante frío─ Me dio tres frazadas con las que el frío no se atrevería a bromear. De nuevo nos despedimos. En esa ocasión para siempre. Al menos hasta el momento.
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