Y qué va a saber esta gente acerca de mí. Si yo mismo tengo serias dudas de quién soy yo. Hoy por la tarde, Juan, el culero que es el jefe de la cocina me habló bien fuerte y yo, que en ese momento estaba cortando unas zanahorias, tuve ganas, muchas ganas, de enterrarle el cuchillo y salir corriendo de esa cocina. Pero me contuve. Es que ya me canse de matar. La neta. Siento que todo lo que me está pasando en la vida es por lo que hice en esos años. Esos años de los que me quisiera olvidar. Pero no puedo. Cómo olvidar a tantos muertos. Cómo olvidar sus rostros y , sobre todo, sus gritos; gritos que a veces me despiertan agitado en la madrugada. El otro día soñé que unos niños me seguían. ¿Y quién podría temerle a los niños?. La verdad, nadie. Pero los niños me seguían con machete en mano, algo que evidentemente ya me producía miedo, el gran problema era que no tenían cabeza. Estaban descabezados. Así igualitos como los dejábamos durante la guerra. Así como dejamos a tanto niño. Yo he querido olvidarme de sus rostros. A veces lo consigo, y trato de vivir tan normal como vive todo el mundo, pero basta escuchar la sonrisa de cualquier niño, en cualquier parte, para regresar a esos días. Por eso digo que esta gente no me conoce. En esta cocina nadie me conoce. Y tampoco quiero que me conozcan. Es mejor así. Es mejor que piensen que soy un pobre viejo, hondureño, callado y viejo. Lo de hondureño nadie me lo cree. Yo nunca estuve en honduras. Soy salvadoreño, aunque dice mi hermano que hablo puro mexicano. Pinche pendejo, cómo me dice eso, con lo que odio a esos güeyes. Soy puro salvatrucho. Cien por ciento salvatrucho, aunque tuve que mentirle a los gringos con mi nacionalidad. Tuve que decirles que era de Honduras para me dieran el permiso de trabajo. Un pinche abogado me dijo que me consiguiera una partida de nacimiento de Honduras y que podía aplicar al TPS que les dieron a esos cabrones por lo de una tormenta que pasó allá. Y yo, por llevármela de vivo, le hice caso y pagué un chingo de lana para conseguir la pinche partida. Y entonces dije que era de Honduras. Y desde entonces tengo que decir que soy de Honduras y no de El Salvador. ¿Catracho yo? Que catracho voy a ser yo, si el otro día pensé que “Baleada” era un baile. Pero me confundí con la “lambada” y los compas hondureños entonces rápidamente se dieron cuenta que yo no era hondureño.
El culero de mi hermano no quiso pagar por una partida nacimiento y se quedó sin papeles. Pero a los años también les dieron un TPS a los salvadoreños y mi hermano aplicó. Y fue aceptado y entonces él se llama como siempre se ha llamado y es salvadoreño. En cambio yo, por llevármela de vivo, dejé de ser salvadoreño y me llamo Dolores Ascencio. ¡Qué nombre más feo!. A quién se le ocurre ponerle Dolores a un hijo. Ese nombre es de pinche vieja. Incluso yo recuerdo haber tenido una novia llamada así a la que todos le decíamos Loli. Los compañeros de trabajo me llaman por ese nombre y yo siento que le hablan a otra persona. Incluso han querido nombrarme como “Lolo” y tampoco me gusta. Yo no me llamo Dolores. Yo me llamo José. Todos en El Salvador me decían chepe. Chepe el hijo de Chepón. Y todos me respetaban, y todavía más cuando entré al ejercito. Yo pensé que iba a echar raíz en el ejército. Pensé que algún día sería coronel y podría ponerme a verga en el Casino y pagar buenas putas y estar por sobre todos en el cuartel. Pero nunca pasé de lo mismo. A pesar que siempre me esforcé por cumplir todo lo que se me asignaba. Si los oficiales me ordenaban disparar en contra de esos niños que hoy me atormentan, yo lo hacía. Todos lo hacíamos, pero yo siempre era el primero. Siempre me jactaba de ser el primero en disparar. El oficial nos decía que esos niños, al crecer, nos matarían a todos, incluso a nuestros padres e hijos. Lo mejor era eliminar el problema de raíz. Yo, he de confesarlo, la primera vez vomité, no delante de la tropa, sino en silencio. No podía olvidar el rostro y los gritos de esos niños. Mi gran sorpresa fue descubrir que todos mis compañeros se sentían igual que yo. Entonces entre todos nos dábamos valor. Eso era lo mejor para el país. Esos niños inevitablemente serían guerrilleros. Un día, un oficial nos mandó a llamar y estaba emputadísimo con todos. Dijo que uno de los niños a saber cómo putas no logró morirse y quedó todo moribundo y contó todo lo que había pasado en el caserío de Guarguila Arriba y se armó un gran relajo en contra del batallón. Entonces se nos dio la orden de que las misiones tenían que ejecutarse de forma completa. A mí se me asignó ser el revisor de los cuerpos, y si tenía sospechas de que un muerto no estaba muerto, terminar de matarlo. No sé si me explico. Corría yo a dar el tiro de gracia. Pero pasó también que una viejita logró aguantar el tiro de gracia y contó todo lo que habíamos hecho. Otro gran relajo se armó en el batallón. Entonces se me dio la orden de que fuera yo quien seleccionara dentro de la tropa a doce soldados expertos en el uso del machete. Y cómo yo crecí en una hacienda cortando caña, rápidamente busqué a los rozadores de caña dentro de la tropa y todos quedaron bajo mi cargo. En lugar de dar un tiro de gracia, como yo lo venía haciendo, tendríamos que hacer rodar cabezas. Y luego prenderle fuego a los caserillos como si fueran cañales. Yo amaba el ejército. Lo amaba. Pero esa guerra no daba treguas y tampoco ascensos para nosotros. Un día nos dimos cuenta que un pinche compañero nos había quemado con la guerrilla y les había dado la lista y las direcciones de los miembros del grupo manejado por mi persona. Entonces comenzaron a buscarnos. Del grupo original, que éramos trece, seis terminaron asesinados de la misma forma de cómo lo hacíamos nosotros. Y no tuve otra opción que desertar y venirme para Estados Unidos. De esa vida anterior no la hablo con nadie. Trato de vivir como que nunca existió. Más bien cómo que yo nunca existí. Pero eso no es cierto. Todas las noches tengo esas pesadillas. Siento que me buscan. Siento que pronto me encontrarán. Por eso es mejor que nadie me conozca.
El culero de mi hermano no quiso pagar por una partida nacimiento y se quedó sin papeles. Pero a los años también les dieron un TPS a los salvadoreños y mi hermano aplicó. Y fue aceptado y entonces él se llama como siempre se ha llamado y es salvadoreño. En cambio yo, por llevármela de vivo, dejé de ser salvadoreño y me llamo Dolores Ascencio. ¡Qué nombre más feo!. A quién se le ocurre ponerle Dolores a un hijo. Ese nombre es de pinche vieja. Incluso yo recuerdo haber tenido una novia llamada así a la que todos le decíamos Loli. Los compañeros de trabajo me llaman por ese nombre y yo siento que le hablan a otra persona. Incluso han querido nombrarme como “Lolo” y tampoco me gusta. Yo no me llamo Dolores. Yo me llamo José. Todos en El Salvador me decían chepe. Chepe el hijo de Chepón. Y todos me respetaban, y todavía más cuando entré al ejercito. Yo pensé que iba a echar raíz en el ejército. Pensé que algún día sería coronel y podría ponerme a verga en el Casino y pagar buenas putas y estar por sobre todos en el cuartel. Pero nunca pasé de lo mismo. A pesar que siempre me esforcé por cumplir todo lo que se me asignaba. Si los oficiales me ordenaban disparar en contra de esos niños que hoy me atormentan, yo lo hacía. Todos lo hacíamos, pero yo siempre era el primero. Siempre me jactaba de ser el primero en disparar. El oficial nos decía que esos niños, al crecer, nos matarían a todos, incluso a nuestros padres e hijos. Lo mejor era eliminar el problema de raíz. Yo, he de confesarlo, la primera vez vomité, no delante de la tropa, sino en silencio. No podía olvidar el rostro y los gritos de esos niños. Mi gran sorpresa fue descubrir que todos mis compañeros se sentían igual que yo. Entonces entre todos nos dábamos valor. Eso era lo mejor para el país. Esos niños inevitablemente serían guerrilleros. Un día, un oficial nos mandó a llamar y estaba emputadísimo con todos. Dijo que uno de los niños a saber cómo putas no logró morirse y quedó todo moribundo y contó todo lo que había pasado en el caserío de Guarguila Arriba y se armó un gran relajo en contra del batallón. Entonces se nos dio la orden de que las misiones tenían que ejecutarse de forma completa. A mí se me asignó ser el revisor de los cuerpos, y si tenía sospechas de que un muerto no estaba muerto, terminar de matarlo. No sé si me explico. Corría yo a dar el tiro de gracia. Pero pasó también que una viejita logró aguantar el tiro de gracia y contó todo lo que habíamos hecho. Otro gran relajo se armó en el batallón. Entonces se me dio la orden de que fuera yo quien seleccionara dentro de la tropa a doce soldados expertos en el uso del machete. Y cómo yo crecí en una hacienda cortando caña, rápidamente busqué a los rozadores de caña dentro de la tropa y todos quedaron bajo mi cargo. En lugar de dar un tiro de gracia, como yo lo venía haciendo, tendríamos que hacer rodar cabezas. Y luego prenderle fuego a los caserillos como si fueran cañales. Yo amaba el ejército. Lo amaba. Pero esa guerra no daba treguas y tampoco ascensos para nosotros. Un día nos dimos cuenta que un pinche compañero nos había quemado con la guerrilla y les había dado la lista y las direcciones de los miembros del grupo manejado por mi persona. Entonces comenzaron a buscarnos. Del grupo original, que éramos trece, seis terminaron asesinados de la misma forma de cómo lo hacíamos nosotros. Y no tuve otra opción que desertar y venirme para Estados Unidos. De esa vida anterior no la hablo con nadie. Trato de vivir como que nunca existió. Más bien cómo que yo nunca existí. Pero eso no es cierto. Todas las noches tengo esas pesadillas. Siento que me buscan. Siento que pronto me encontrarán. Por eso es mejor que nadie me conozca.
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