"Rocamadour, madame Irène no está contenta de que seas tan lindo, tan alegre, tan llorón y gritón y meón. Ella dice que todo está muy bien y que eres un niño encantador, pero mientras habla esconde las manos en los bolsillos del delantal como hacen algunos animales malignos, Rocamadour, y eso me da miedo. Cuando se lo dije a Horacio, se reía mucho, pero no se da cuenta de que yo lo siento, y que aunque no haya ningún animal maligno que esconde las manos, yo siento, no sé lo que siento, no lo puedo explicar. Rocamadour, si en tus ojitos pudiera leer lo que te ha pasado en esos quince días, momento por momento. Me parece que voy a buscar otra nourrice aunque Horacio se ponga furioso y diga, pero a ti no te interesa lo que él dice de mí. Otra nourrice que hable menos, no importa si dice que eres malo o que lloras de noche o que no quieres comer, no importa si cuando me lo dice yo siento que no es maligna, que me está diciendo algo que no puede dañarte. Todo es tan raro, Rocamadour, por ejemplo me gusta decir tu nombre y escribirlo, cada vez me parece que te toco la punta de la nariz y que te reís, en cambio madame Irène no te llama nunca por tu nombre, dice l'enfant, fíjate, ni siquiera dice le gosse, dice l'enfant, es como si se pusiera guantes de goma para hablar, a lo mejor los tiene puestos y por eso mete las manos en los bolsillos y dice que sos tan bueno y tan bonito..."
Hace un mes volví a leer la palabra L´enfant, en esta ocasión, no fue en la novela de Cortázar, fue en una estación de metro de la ciudad de Washington, nombrada de esa forma, así, en francés. Y ha sido inevitable no pensar en Don Julio Cortazár y pensar en el orden del azar y los viajes del tiempo que él tanto amaba describir. Esos juegos invisibles en los que estamos metidos y que , a veces, son la condena de todo cronopio al poder verlos o intuirlos.
Siempre, y es siempre, me bajo en esa estación de metro (en la "L´enfant" ) y camino en medio de la prisa de los pasajeros y trato de buscar esas líneas (o telarañas) que conecten la vida de todos, mi linea con la de todos, y entender la prisa de los demás y mi lentitud. Y no hay respuestas. Sin embargo, no paro de ver el rostro de las personas y la ropa que han elegido para ese día, porque nadie elige lo que no le gusta; ropa que fue nueva y será vieja, tarde o temprano, al igual que todos los ahí presentes. Veo los vagones que llevan y traen personas como las nuevas y viejas generaciones de habitantes, como olas que vienen y van. Y entre tanta gente, conocerse es imposible. Hay tan poco margen y voluntad, que es cuando el azar diseña una nueva línea, una nueva estación, capaz de provocar accidentes como el amor. Pero todos son renuentes a accidentarse y prefieren evitarlos, porque el metro no es un bar.
El nombre de la estación L´enfant me cautivó, quizás porque desde antes de conocerla ya sabía cómo pronunciarla y por eso, siempre que voy a Washington D.C. me bajo ahí y camino y observo, ya que hablábamos de olas, como si fuera el niño que ve por vez primera el mar.
Hoy quise tomar una imagen y compartirla con ustedes (los que suelen perder el tiempo leyéndome) y salí a la superficie de la estación. Cuando lo hacía a través de unas interminables escaleras eléctricas que dan la sensación de transportarlo a uno desde el infierno a lo más alto del cielo, escuché una bella melodía provocada inconfundiblemente por un saxofón que venía desde la parte alta del lugar. No había bocinas que la provocara. Era un músico, que para todos los presentes, no generaba mayor sentido o gusto. Pero no para mí. Esa era la prueba inapelable de que estamos conectados. El músico, de piel morena, que tenía los ojos cerrados y que parecía capturar la secuencia de la melodía en el aire, no era un personaje de este tiempo, era un ser creado por Cortázar y que, como tal, era invisible para todos aquellos que no sabían nada de Cortázar. Ese ser se llamaba Johnny Carter y vivía en el mundo de los cuentos, en uno llamado “El Perseguidor” escrito por Cortazar. Era él. Todo hacía sentido, estaba en la estación de metro L´enfant y justo en el lugar de la fotografía estaba ese bello músico. Dejé por un instante (aunque no estoy del todo seguro) ese mundo racional y me quedé escuchando al músico, además de fotografiarlo. Regresé una vez más al mundo subterráneo en busca de líneas; líneas irracionales que, no por ser invisibles, tienen sentido, especialmente para aquellos que se divierten desenredándolas.
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