MADRE LEJANA

Si a la vagancia se le otorgara algún tipo de título o reconocimiento, bien podría postularme para una maestría o en todo caso a un diplomado en vagancia internacional (No suena tan mal). Pero por suerte nunca los darán. No hace falta. La vagancia (vagar) bien entendida no es holgazanería, es un deseo, quizá una actitud, una forma diferente de aprender, de conocer personas y lugares, de alejarte de la comodidad y vivir diferentes vidas en una vida. Hasta aquí el postulado del vago suena romántico y atractivo, cualquiera podría de ser una religión aceptar a la vagancia. No obstante el vago también es humano y tiene una familia que lo extraña y a quienes extraña, además tiene un país, una calle que lo espera.

En mi caso la vagancia me había llevado a Washington D.C., había decidido vivir en la ciudad sin tener mayores razones de peso para hacerlo. No tenía ni familia ni amigos ni amor real o presunto. No tenía nada. Nada que hiciera detenerme y decidir vivir en la ciudad. Todo había sido producto de la ilusión, del encanto que provocó Washington D.C. a mi paso. Vi una ciudad más parecida a las ciudades europeas que a las ciudades de Estados Unidos. No había rascacielos, poco vidrio y más granito, menos autos y más bicicletas, más cafés y restaurantes que McDonalds. Había museos y cartelera cultural que parecía infinita. Pensé que sería un buen lugar para vivir mis treinta años. ¡Me quedo! dije. Y me quedé.

El tiempo terminó por borrar aquella imagen romántica que tenía de la ciudad. Había que aceptarlo, Washington D.C. no estaba diseñada para los pobres. Era una ciudad cara. Me costó aceptar que yo era un pobre más naufragando en la ciudad.

Sobrevivía ganando el salario mínimo; salario que no alcanzaba para mucho. Entre el pago de un cuarto y transporte se iba buena parte del ingreso, el resto lo ocupaba la comida. Sobraba muy poco o casi nada para el ocio. Ocio necesario para entender la vida, más bien para intentar entender la muerte.

La nostalgia que termina atacando hasta el más insensible se vuelve perenne y creciente. Te inunda de colores, sabores, recuerdos. El nacionalismo es un dolor que únicamente se comprende a cabalidad siendo extranjero. Todo me hacía falta (Vaya, hasta las malas noticias). La familia por otra parte me enviaba de vez en cuando una que otra estampa de felicidad “Estamos reunidos celebrando el cumpleaños de alguien”. Por mi parte trataba de vivir lo más espartano posible. Necesitaba poco para comer y para vestirme, pero ser consumidor de arte no es compatible con el salario mínimo. Era necesario buscar conciertos, presentaciones, recitales y todo tipo de eventos de carácter gratuitos o muy cercanos a esa palabra. Washington D.C. por contar con la mayoría de embajadas del mundo, ofrece interminables eventos que iban desde la presentación de un guitarrista sin pies hasta la celebración del mes de la cerveza. La embajada de El Salvador no se quedaba atrás. Artistas desconocidos presentaban sus libros de relatos o poesía, todo rodeado de la formalidad que hacerlo en una embajada implica. Había vino por cajas y comida (no para engordar, pero había). La primera vez que compré un libro de esos eventos me juré no volver a hacerlo. Es que muchos de esos artistas escriben para sus amigos o familiares, no para los desconocidos como era yo, por tal razón son ellos (o deberían ser ellos) lo únicos que compren esos libros. No lo vuelvo a hacer. Y no lo hice.

Caminar sin que nadie te espere en ninguna parte tiene sus ventajas, siempre estás a tiempo y no existe la tardanza. Todo el tiempo, en toda su dimensión, es para uno. Si había un violinista a la salida de la estación de metro, entonces había que admirarlo, de igual forma si era guitarrista o simplemente un vagabundo pidiendo monedas. La vida era placentera hasta que se acaba el dinero. Por suerte el vegetarianismo me permitía subsistir con poco y transportarme en bicicleta al trabajo hacía del gasto en el metro un rubro prescindible. Pero la renta no perdonaba. El primero de cada mes debía estar ese tema resuelto. Seguramente uno se da cuenta que es adulto no por la edad sino hasta que paga renta por un lugar.

Viviendo de acuerdo a mis reglas, renuncié a algunos trabajos y de otros me despidieron. No quería conformarme con ser una simple mano de obra. No, no quería ser la mano que hace lo que la maquina todavía no puede hacer. Pero los trabajos en los que no se paga por tus manos son lo más escasos y más especializados. Aquellos que se te paga por el contenido de tu cerebro son difíciles de conseguir. ¡Benditos aquellos que no entregan sus manos a las cadenas! Ciertamente me veía como un esclavo. Había tendido que vender mis manos en el mercado laboral y había tenido que someterme a esa realidad. Se me pagaba ocho dolores con veinticinco centavos la hora trabajada en la cocina de un restaurante. Era una extensión de la máquina. No importaban mis pensamientos, visiones de mundo, expectativas, vida cultural, libros, poemas, etc. Había que poner la mano (las manos) en la obra. La obra era cocinar con rapidez. Quemar carne. Triturar carne en contra de las planchas.

Ese trabajo en la cocina lo había celebrado con tres cervezas en un bar al que asistían poetas de la ciudad. Realmente era un bar al que iban algunas personas vestidas, según ellos, como poetas ¡Hipster de mierda! Y celebré que de nuevo tendría cheque para seguir viviendo en Washington D.C.

Apenas tenía una semana de trabajo cuando mi madre me dejó saber que viajaría sorpresivamente en dos días a Connecticut gracias a la invitación que había hecho su hermano (mi tío) para asistir a un evento familiar. Era de esperar que luego de dos años sin verla, yo estaría sin falta ahí junto con ella. Y no se equivocaba, cuando supe de su viaje, sentí una profunda alegría. La vería de nuevo. Aunque debía pedir un permiso a mi nuevo trabajo. Con un poco de demora, un día antes del evento familiar, lo hice, pedí permiso y rápidamente me contestaron que no. No puede, usted apenas está comenzando a trabajar. Entonces les comuniqué que de todas formas no me presentaría a trabajar por dos días. Si falta lo vamos a despedir me dijo la encargada de recursos humanos. Entonces me acerqué y le pregunté con mucho respeto si ella no tenía madre. “Sí” contestó, vive en El Salvador y no la he visto desde hace 10 años. En ese caso usted mejor que nadie sabrá comprenderme. No dije más y me retire. Ese había sido un día de pago. Retiré mi cheque, corrí a cambiarlo y me fui directo a la terminal de autobuses. El primer autobús saldría a las 4:00 AM. Compré mi boleto para viajar a Nueva York y me quedé a dormir en la terminal.

Al siguiente día iba camino a Nueva York, veía a través de las ventanas los cientos, miles de automóviles viajando en todas direcciones. Mi ilusión por ver a mi madre luego de dos años hacía que el autobús avanzará lentamente. Fueron cuatro horas que se sintieron como días, hasta que aparecieron en el horizonte los rascacielos de Nueva York. Se notaba que había pasajeros impresionados, otros a los que la estampa parecía común, yo entre ellos. Otra vez estaba en la ciudad. Ya había llegado en auto, en avión, en bicicleta, ahora lo hacía en autobús, como en esas imágenes que presentan a los hombres del campo cuando se ven sorprendidos por la grandeza de la ciudad. Pero yo no estaba sorprendido. Nueva York me importaba un carajo. Lo mío era llegar hasta Connecticut y abrazar a mi madre. El autobús se sumergió sobre el túnel que une a Nueva Jersey con Nueva York. La oscuridad era el preámbulo del final. Una vez al otro lado y a no más de dos cuadras del túnel estaba la terminal. El fin del viaje. Llegamos al sitio que estaba en un profundo sótano. Salí del autobús y dio inicio mi búsqueda de la estación de trenes que me llevaría hasta Bridgeport. Nunca antes había estado en esa calle, o posiblemente sí, pero Nueva York seguía sin producirme nada. Turistas apuntaban con sus cámaras a cualquier punto. Yo caminaba con pasos precisos buscando la estación, hasta que di con un escaparate que hizo reflejar mi rostro y cuerpo. La vida espartana no daba para grandes lujos de vestido y calzado, y el espejo no me hacía el favor, como no lo ha hecho nunca, simplemente revelaba la verdad. ¿Qué pensará mi madre cuando me vea? Pensaba. Es mejor dar otra impresión, pensé y me despedí de mi yo en el espejo. Entonces Nueva York comenzó a tener otro sentido, uno más glamuroso. Un fugaz pensamiento, clasificado rápidamente como irracional, se abrió paso por el camino. ¿Y si paso a una de esas tiendas a comprarme ropa y zapatos? Otro pensamiento más racional contestaba “¡Estás loco! Te vas a quedar sin el dinero de la renta de este mes! Y lo más seguro es que te van a despedir por faltar al trabajo y luego tendrás que buscar otro por algunos días o semanas. Ajá ¿Cómo les vas a hacer? ¿Qué vas a comer? ¿Qué excusa vas a dar para no pagar renta?” Pero la vida es una vez, contestaba el otro yo, la vida son momentos. Vamos, estás en Nueva York, podes llegar mejor vestido adonde tu madre, ella se sentirá bien. No es para vos la ropa, es para ella” ¡Mierda! debí haber dicho o al menos pensado y en seguida ingrese a una tienda. No me fijé en los precios, vi un maniquí y compré exactamente lo que tenía el maniquí: camisa, pantalón, saco, sobrero y los calcetines y los zapatos. Y tampoco esperé para usar la compra. Salí vestido como el maniquí. Era Nueva York. La calle 42 rumbo a la Gran Central, la estación en la que me esperaba un tren hasta Bridgeport.

Compré mi boleto y rápidamente abordé, estaba a dos escasas horas de ver a mi madre, luego de dos largos años. Intenté descansar pero justo en los asientos de al lado llegaron un par de chicas, una guapa y otra no tanto como la primera, de todas formas guapa también. Por la conversación entendí que venían de parrandear de Nueva York. La belleza de la primera me parecía singular, nunca antes vista para mí, era inclasificable, podría ser de cualquier parte. El tren inició la marcha, yo quise dormir hasta que pasó el boletero revisando los pagos. Mostré mi boleto y el boletero lo perforó, luego pidió el boleto a las chichas y una de ellas sacó su tarjeta de crédito y pidió pagar por dos espacios, el boletero negó con la cabeza y les dijo que no aceptaban pagos con tarjetas, solamente efectivo, pero debido a que el tren estaba en marcha, era imposible bajar a las chicas. El inconveniente hizo llegar al supervisor que no se lo pensó tanto y les dijo a las chicas que viajar sin pagar por boletos era un delito y que debía ponerles una infracción. Yo quería intervenir, quería pagar los cuarenta dólares de los boletos, pero mi presupuesto no daba para más. El supervisor entrego la boleta de infracción y pidió a las chicas pagarlo antes de 15 días de lo contrario se meterían en problemas. A esa altura del viaje la belleza de la chica se iba haciendo más enigmática. No paraba de mirarla, aunque trataba con disimulo de hacerlo, ella ya me había descubierto y sonreía. Yo no paraba de pensar en el destino y los juegos y la vagancia y la belleza. Porque a menos que sucediera algo extraordinario, jamás nos volveríamos a ver. Y no era necesario ser dramático para pensar eso, era necesario ser cobarde para confirmarlo. Pueda que con el tiempo se me olvide ese rostro, o por el contrario, siga tomando esas dimensiones inexploradas de belleza que tomó esa tarde. No crucé palabras, únicamente miradas y sonrisas.
El destino estaba a una estación. Me bajaría en Bridgeport, sonreiría por última vez y nunca más nos volveríamos a ver. Hasta el momento esa profecía se ha cumplido a cabalidad.

Bajé del tren y salí de la estación. Busqué un taxi y pedí me llevara a la dirección del tío. De a poco mi iba acercando. La larga esperaba por ver a mi madre llegaba a su fin. El taxi se estacionó frente a la casa. Me bajé y arreglé las mangas de la camisa y revisé el cuello para verme bien para la ocasión. Rápidamente salió mi tío, corrí a abrazarlo y luego, sin tanto preámbulo, el resplandor de mi madre. Había esperado ese momento y me quebré en llanto abrazándola. La vagancia tiene esos dolorosos puntos en contra. Pero tiene esos invaluables puntos a favor.

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