CONFESIONES
Cuando Katie preguntó cómo había sido mi primera relación sexual, no supe si decirle que no lo recordaba (excusa difícil de creer, porque, de manera sincera, quién podría olvidar ese evento) o inventarle cualquier historia, decirle que había sido durante el tiempo del bachillerato en alguna borrachera estudiantil. Si optaba por la segunda versión tendría que inventarlo todo, lugar, fecha y hora. Y pareja también. Preferí guardar silencio y devolví la pregunta "¿Cómo fue tu primera experiencia? Inicia tú". Katie no se sorprendió con la propuesta, por el contrario, reposicionó su almohada y buscó mayor comodidad en la cama, pegó un suspiro profundo y fijó su mirada en el techo, al exhalar por completo comenzó su versión de los hechos:
“Ah, mira, no sé cómo explicarlo, me cuesta mucho, y te soy sincera, es algo de lo que preferiría no hablar. Aunque te confieso que me caes bien y me das confianza. De lo contrario no me hubiese acostado contigo más de una vez. Seré breve: me violaron cuando tenía catorce años”. En ese momento y de forma instintiva la acerqué un poco más a mi cuerpo y la apreté con un abrazo que podría significar cualquier cosa: lastima, compasión, comprensión, cualquier cosa. “Fue mi padre. Más bien mi padrastro” dijo, y entonces mostré cara de total sorpresa”. Katie no se detuvo con el relato y tampoco mostró duda en cuanto a lo que decía. Estaba resuelta a contarlo todo y yo dispuesto a creerlo todo.
“Mamá se divorció de Bill, mi padre, quiero decir la persona que me engendró, mi padre biológico, cuando yo apenas tenía dos años. Luego mamá tuvo un novio y nos movimos de Dallas para Idabel, un pueblo perdido de Oklahoma. Pero las cosas no funcionaron, en parte porque Bob, el novio de mamá, tenía problemas con la bebida. Mamá tomó las pocas cosas que teníamos y que cabían en un par de maletas y nos regresamos a la casa de los abuelos en Benjamín, un pueblo que ni siquiera debería de llamarse pueblo y que ni aparece en los mapas. El abuelo Sam estaba disgusto con nuestra presencia. Él ya tenía una mala fama de ser un hombre duro, implacable, autoritario, que quería alargar su vida controlando la vida de los demás.
Además era el sheriff del pueblo, ya con eso referencia podrás hacerte una mejor imagen de él. Mamá se liberó de esa autoridad, pero se liberó mal, conoció a Bill y se fugó de casa, a los pocos meses quedó embarazada, y lo único que hizo fue cambiar de autoridad. Se liberó del abuelo Sam para ser gobernada por Bill, luego se liberó de Bill y se sometió a Bob, se liberó de Bob y regresó adonde al abuelo Sam y así cada vez que conocía a su novio de turno. La libertad no le duraba nada. Siempre se sometía a los hombres. Mamá siempre necesitó alguien que la gobernara, seguramente fue por la forma en que fue criada. A las pocas semanas de haber regresado a Benjamín se fugó con un camionero que iba para Hot Spring, me dejó, por decirlo así, en depósito con el abuelo Sam y la abuela Sara. Mamá apenas tenía 18 años. Era una niña que, no obstante, buscaba liberarse del abuelo y del pueblo. Pero se liberaba mal, porque solo cambiaba de autoridad. Ese pueblo como te dije no era pueblo. En Benjamín había más muertos que vivos. El cementerio tenia censado a más de dos mil habitantes y el registro familiar apenas doscientos vivos. Vivos que hubiesen hecho mejor para sus vidas largarse de ese lugar. Si un día pasas por Texas, por favor, no vayas a pasar por Benjamín.
Las cuatro semanas que viví con los abuelos, mientras mamá se fue para Hot Spring, me parecieron interminables, eternos. El abuelo Sam siempre pedía durante todas las comidas que nos sentáramos a la mesa. De a poco llegaban mis tíos, que al igual que yo eran niños, y luego pasaba la abuela llenando la mesa de comida. El abuelo Sam dirigía una oración y acto seguido procedíamos a comer. Así era en cada una de las comidas. El abuelo Sam parecía siempre enojado, disgusto con la vida, con el clima, con todo lo que respiraba, con todo lo que vivía. No daba espacio a las sonrisas. La abuela Sara en cambio era cariñosa, pero siempre estaba ocupada, sino estaba cocinando estaba limpiando la casa o lavando o planchando la ropa. Era una esclava del abuelo Sam. De seguro mamá huilla de esa imagen femenina.
A esa edad conocí el aburrimiento, a los cuatro años. Demasiado pronto para la salud de un niño. Ese pueblo solo me recuerda bostezos. Tedio asfixiante.
A las cuatro semanas regresó mamá y tuvo otra discusión con el abuelo Sam. Las palabras fueron terribles, ambos se desearon la muerte. El abuelo Sam le advirtió a mamá que no fuera a aparecerse por Benjamín. Mamá tomó mi maleta y nos marchamos al pequeño restaurante del pueblo, ahí la esperaba Johnny, el camionero de Hot Spring. Mamá me lo presentó diciendo que Johnny sería mi padre. Yo estaba dispuesta a aceptar cualquier padre, con tal de tener uno.
Llegamos a Hot Spring y por fin teníamos casa, yo hasta un cuarto rosado y una casa en el árbol. A los dos años tuve hermana, nació Carol. Intentamos ser amigas, pero simplemente éramos hermanas. Ella era la hija de Johnny y mamá, y yo simplemente era cualquier cosa.
Todos los veranos nos íbamos a bañar al lago Hamilton, yo no podía nadar, Carol sí. Ella recibía todo, yo con suerte la mitad de todo o la mitad de nada. Mamá prefería ignorar esa situación. Aquella libertad que proyectaba durante los años de idas y huidas parecía haber terminado. Me gustaba más esa madre. Para entonces mamá cada vez se parecía más a la abuela Sara. Cocinaba, lavaba, cuidaba el jardín y hacía todas esas cosas que se esperan de un ama de casa.
Yo no era muy buena en la escuela, mis calificaciones eran deficientes y no tardé en convertirme en una especie de oveja negra. Caro era la niña de la casa, yo siempre andaba metida en problemas. A los 13 años me suspendieron en la escuela porque me encontraron un puro de marihuana. Mamá estaba decepcionada de mí. Johnny no decía nada, la verdad es que nunca intentó ser un padre conmigo. Nunca hablamos de nada, nunca me enseñó a nadar o andar en bicicleta, era un conocido que, sin embargo, no conocía.
Justo cuando estaba por cumplir mis catorce años sucedió un accidente en el que perdió la vida Carol. Un conductor drogado la arrolló cuando Carol daba una vuelta en bicicleta. Johnny enfureció tanto que tuvo que ser detenido por la policía debido a que preparó su escopeta para asistir a la corte y matar al conductor. Mamá trató de calmarlo y fue quien llamó a la policía. Nadie levantó cargos en contra de Johnny, por el contrario, el conductor responsable de la muerte de Carol fue condenado a cuatro años de cárcel. Eso no resolvía nada. La casa se transformó en un calvario. Johnny comenzó a beber y mamá no paraba de llorar. Yo encontré consuelo en la marihuana, y aunque en la escuela intentaban disciplinarme, ya no importaba.
El abuelo Sam supo de la muerte de Carol, no la conoció, pero de acuerdo a la carta que mandó a mamá, lamentó el accidente y ofreció disculpas por tanto año de incomunicación. Parecía el cese de hostilidades en un conflicto. Mamá aceptó con mucha alegría las palabras de la carta y enseguida planificó un viaje rápido para visitarlo. Johnny se negó a acompañarla. Yo también, la verdad, el abuelo Sam no significaba nada para mí. En esos días pocas cosas o personas significan algo para mí.
Mamá preparó su maleta para un viaje de cinco días, yo me quedaría con Johnny, y fue entonces cuando sucedió. No hubo segunda noche, fue durante la primera noche cuando Johnny ingresó a mi cuarto, yo estaba dormida, hasta que sentí sus manos recorriendo mis piernas y mi sexo. Cuando desperté me asusté, no sabía con exactitud qué era lo que estaba pasando. Estaba oscuro pero tenía la seguridad que era Johnny quien estaba tocándome. No recuerdo haberle gritado, por lo confuso de la situación le pregunté qué hacía en mi cuarto. Johnny estaba borracho. A penas se detuvo y luego me abrazo fuerte como una tenaza y comenzó a besarme el cuello y los labios. Yo trataba de apartarme pero no podía, no tenía la fuerza para hacerlo. Comencé a gritar pidiendo auxilio. Johnny llevó su mano a mi boca y entonces tuve miedo de morir, sentí que me asfixiaría. Dejé de gritar. Johnny me desnudó y luego se desnudó él. Me penetro con tal fuerza, que cada uno de sus movimientos era para mí un golpe en el rostro. No sé cuánto pudo haber durado aquello. Dos minutos, cinco, diez ¡Daba igual! Yo estaba muerta. Cuando terminó de eyacular sobre mi vientre dijo con una voz que nunca voy a olvidar “No se lo digas a nadie porque te mato”. Se llevó la ropa en sus manos y se marchó. Yo me quedé llorando, tratando de despertar de esa pesadilla. No pude. Al día siguiente no bajé de la habitación. Me sentía fuera de este mundo. Sin ganas de ver a nadie, sin ganas de verme a mí misma en un espejo, pero con ganas, eso sí, de matarme. Por la noche volvió Johnny a mi habitación y volvió a penetrarme. Esta vez no había tomado.
La pesadilla continúo por dos días más, hasta que me fui de la casa y llegué a la estación de policía. Conté al sheriff con detalles todo lo que había vivido. De inmediato giraron una orden de captura en contra de Johnny y a mí me llevaron al departamento de servicios sociales hasta que llegó mamá. Lo primero que hizo fue pedirme que le contara lo sucedido. Luego comenzó a llorar y fue cuando cambió. Me pidió que dejara de contar esos hechos porque si decía todo eso frente al juez condenarían a Johnny a muchos años de cárcel. En pocas palabras pidió que mintiera. Yo le dije que no. Entonces las cosas se complicaron, condenaron a Johnny a diez años de cárcel. Mamá se quedó sola y me echo de la casa. En cierto momento me vi viviendo la vida de mi madre. Tenía quince años y lo menos que yo quería era entregar mi libertad a un hombre o una mujer, era libre. Luego fui encontrando la forma de sobrevivir, trabajar y pagar renta. Me cambié de ciudad, me mudé a Memphis, luego no sé con exactitud pero terminé en Nueva Orleans y luego en Pensacola, estuve en Las Vegas, en Los Ángeles y al final he terminado aquí en San Francisco. Te he conocido a ti y ahora estamos los dos tendidos en la cama.
Bien, ahora es tu turno ¿cómo fue tu primera relación sexual?”
Con todo lo que había dicho Katie, mis primeras dos opciones estaban descartadas, si me había dicho la verdad, como en realidad yo sentía que había sido, debía ser honesto con ella. La abracé, di un beso y luego viendo hacía el techo comenzó mi relato.
No es algo de lo que me guste
hablar con mujeres, es más cómodo hacerlo con hombres. No te asustes, no fue
con un animal o algo por el estilo. Tampoco fue con un hombre. Fue con una
mujer, pero decir que aquello se llamó sexo es mentira. El sexo verdadero, ese
que te aspira el alma y te seca la respiración para entender eso que llaman soplo
de vida, lo conocí muchos años después.
Quizá sea necesario contarte
un poco de mi familia, no sé si sea una familia tradicional, a lo mejor sí, a
lo mejor eso sea lo más tradicional en El Salvador o quizá la más pervertido
del mundo. Un día tendrás que conocer mi
país y de paso a mi familia, aunque no me guste, pero uno no elige a la familia,
y por más protestas o reservas que se tengan de ella, tarde o temprano he terminado
amándola y extrañándola, porque no queda de otra, porque es la familia.
Pero bien, mi familia por
cualquier lado que le busques está poblada de comerciantes, agricultores y pervertidos
sexuales. La familia de mi padre, los Cortez, tienden al comercio. Desde el
bisabuelo que es de quien se tienen historias más lejanas y que viajaba en
mulas a vender mercería a Honduras, cosas como botones, listones, pequeños
ganchitos para la ropa, pasando por el abuelo que contrabandeaba armas desde
Honduras y que además vendía alcohol fabricado en su casa, hasta mi padre que viajaba a Guatemala y
llevaba de contrabando casete grabados que estaban totalmente prohibidos y que finalmente
terminó siendo taxista nocturno en San Salvador. Mis tíos de igual forma, todos, absolutamente
todos, terminaron comprando o vendiendo algo. Es extraño como toda una familia
encuentra una forma de subsistir diferente a cultivar la tierra y condenar con
ese descubrimiento a toda su descendencia. En fin, todo mi tronco paterno se ha
dedicado al comercio y a los ilícitos. También han sido pervertidos sexuales,
todos se jactan de tener hijos y mujeres por todas partes. La mayoría tiene
seis hijos dentro del matrimonio y otros seis fuera del matrimonio. El que más
mujeres consigue es el más respetado. Esa era (es) mi familia paterna. No te
quiero aburrir, pero es necesario que entiendas el contexto familiar. Es tarde
y me siento cansado, si quieres puedo contártelo mañana. Salimos a comer,
pedimos unas cervezas y te cuento con más detalles.
Katie jaló una almohada y me
golpeó, digamos que con cierta dulzura y dijo: “¡No! ¡Ahora terminas de
contarme tu historia!” La petición rondaba la amenaza y entonces volví a
inhalar y luego continué: Por parte de mi familia materna el comercio y los
ilícitos no estaban tan desarrollados como en la de mi padre, aunque si la
perversión sexual. Los Olmedo no eran tan diferentes a los Cortez en cuanto a
perversión, de igual forma tenían mujeres en todos y cada uno de los pueblos de
Santa Ana. Eran agricultores que dominaban desde quien sabe cuándo el arte de
cultivar la tierra y sacar el provecho que de ella se puede lograr. Todo lo
cultivable, todo había pasado por sus manos: Maíz, frijol, sorgo, trigo, arroz,
caña de azúcar, sandías, melones, de todo. Podrían subsistir sin necesidad del
dinero. Cultivaban e intercambiaban maíz por frijol, gallinas por aguacates,
vacas por cerdos, y así todo era sujeto de ser intercambiado. Hasta las mujeres
entraban en ese rubro, se elegía al futuro esposo de acuerdo a la cantidad de
tierras y animales que tenía el potencial candidato a novio. Las mujeres únicamente
debían decir amén. Los hombres en cambio tenían completa libertad, irrestricta,
que otorgaba una serie de derechos que
bien vistos eran completos abusos. Escoger la pajera de las hijas invalidaba
toda noción de vivir en un Estado Moderno, vanguardista, en vías de progreso.
Pero también los hombres eran abusados, aunque no se dieran cuenta, aunque tratarán
de disfrazar el ritual y considerar el abuso como una proeza. Cumplidos los
doce años, todo niño de la familia Olmedo era llevado a un burdel del pueblo
para deshacerle la virginidad y celebrar al nuevo hombre que a partir de ese
momento podría desplazarse por el mundo como un macho. Todos mis tíos maternos
pasaron por ese proceso, supongo que el abuelo también, no es por
menospreciarlo pero es imposible que el ritual se lo haya inventado él.
Seguramente venía de otras generaciones y generaciones y que tarde o temprano
terminaría por hacerse presente frente a mí. Yo era un Olmedo y estaba por
cumplir doce años. Algunos primos mayores daban cuenta del ritual, que en
esencia no tenía nada de ceremonioso. El acto era simple: se reunían en un
burdel todos los tíos, maternos y paternos, junto a los abuelos, pedían cervezas,
elegían la puta y acto seguido mandaban al futuro graduado de hombre a que
fuera a realizar su debut sexual en un cuartucho del burdel. Una vez salía el
graduado toda la familia levantaba la cerveza, brindaban y luego aplaudían.
Finalizaba el acto, la familia se emborrachaba y se despedían con la seguridad
que un nuevo hombre engrosaba la familia.
Pero una cosa es que te lo
cuenten y una muy diferente es vivirlo. Yo sabía que venía mi cumpleaños, cómo
no iba a saberlo, quién podría olvidarlo, deberías estar muerto para pasarlo
por alto, y la espera nada tenía de alegría, era completa ansiedad. Yo era un
niño, todavía actuaba como niño, aunque los primos mayores se encargaban de
recordar que mi día estaba cerca, el día en el que conocería a una mujer. Bueno
el día en que conocería a una mujer desnuda. Bueno ni eso tampoco porque ya
había visto a mis vecinas desnudas y una que otra revista y película pornográfica,
pero de eso a tener sexo hay una distancia inabarcable.
Era eso lo que me provocaba
la ansiedad, saber que mi día estaba cerca. ¡Mi cumpleaños! A pesar del lamento,
no había escape. No había forma de burlar la fecha. Únicamente muriendo. Muerte
que tampoco iba a buscar, porque entre la muerte y el sexo, mil veces el sexo,
pero yo no conocía el sexo, a lo sumo me había masturbado. De todas formas nunca se puede escapar de
ninguna fecha. Todas, por muy lejanas que parezcan, terminan por cumplirse y
esa llegó. Mi padre me llevó temprano al peluquero y pidió que me recortaran el
cabello con un corte militar. Se terminaba la infancia. Por la tarde me llevó a
comprar ropa: camisa nueva, pantalón nuevo, calcetines, zapatos. Parecía niño
de comercial de televisión.
Cerca de las seis de la
tarde llegaron todos mis tíos, sin excepción, los Cortez y los Olmedo y mis dos
abuelos. Comerciantes y agricultores reunidos para ser testigos de la ceremonia
del pequeño Mario. Nos fuimos en tres taxis, uno era el de mi padre, rumbo a
colonia la Rabida, según los conocimientos nocturnos de mi padre, la mejor zona
para ir de putas en toda la ciudad de San Salvador. Mis tíos y abuelos, no
dejaban de tener desconfianza de la ciudad, no era un lugar cómodo, por así
decirlo, para su formación intelectual, les costaba un mundo incluso cruzar una
calle o abordar un autobús, preferían pagar un taxi. Confiaban, sin otra opción, en las recomendaciones
de mi padre.
Llegamos al burdel, se llamaba
el “Gallinazo” y como todo burdel que se jacte de serlo, tenía un foco rojo en
la entrada. Mi padre tocó la puerta y en seguida alguien se acercó a una
pequeña reja. Era como dar un santo y seña, algo así como “ábrete sésamo”, mi
padre hizo señas que podría entenderse que revelaba la cantidad de personas que
lo acompañaban. El tipo de la rejilla me señaló e hizo una seña sobre su cuello
como si se estuviera rebanando un cuchillo que podría interpretarse que yo
representaba un problema. Mi padre rápidamente sacó un billete y se lo puso en
la rejilla. El tipo abrió la puerta y nos hizo pasar a todos. El lugar era lamentable,
poco iluminado y con un olor a zacate quemado. En la primera sala no había
mujeres, pero se divisaba una cortina que no daba espacio a la duda que era el
camino por el que debíamos de transitar. Cruzamos y llegamos a un lugar en el
que la música se dejaba sentir en medio de las nubes de cigarrillo. Allí
estaban esas señoras ¡Putas, hijo! ¡Putas! Me decía mi padre. Algunas sentadas
en unos sofás afelpados de color rojo. Otras cercanas a la barra y otras que
bailaban con clientes, supongo, sus novios o maridos no podían ser ¿O sí? No lo
sé, no iba ir a preguntar. Papá acomodó a los abuelos en un sofá y los tíos se
acomodaron adonde les dio la gana. Yo me
quedé congelado sin saber con exactitud qué
hacer y para donde irme, adonde esconderme. Toda la familia pidió una cerveza,
a mí me pidieron una Coca-Cola, y no la pedí yo, me la pidieron. Las mujeres
estaban vestidas con ropas cortas o con ropa interior, nada que ver con las
revistas pornográficas que yo había visto. Mi percepción de mujer desnuda se
contrastaba totalmente con eso que estaba viendo, en nada se parecían. Ni en
cara, cuerpo y mucho menos en peso.
Entonces de a poco los tíos
comenzaron a bailar con las mujeres y otros comenzaron a desaparecer y
reaparecer. Fue entonces cuando llegó mi momento. Mi padre se acercó a una
mujer y comenzó decirle algo al oído, enseguida la mujer me vio de pies a
cabeza y sonrió, no sé si con lastima o placer, pero sonrió y entonces yo tuve
miedo. La mujer se puso de pie y se dirigió al banco en el que me tomaba la
Coca-Cola y me dijo: “Ya me dijeron muñequito que esta noche queres ser un
hombre”. Yo casi me atraganto con la bebida y sentí el rubor en el rostro. No
dije nada y comencé a tocarme el poco pelo que me había dejado el peluquero. Mi
padre llegó abrazado con otra mujer y le dijo a mi puta, a mi mujer, a la
señora: “Me lo cuidás”. Vaya clase de recomendación o advertencia o
consideración la de mi padre. De igual forma yo seguía en silencio, con ganas
de vomitar como la primera vez que hablé en público. “Bueno, muñeco, ya llegó
la hora” me dijo la mujer y yo pegué un gran sorbo a la Coca-Cola. No había
escape, el sagrado ritual familiar, conservado por a saber cuántas generaciones
ahora llegaba a mí realidad. Todo el devenir histórico de los apellidos Cortez
y Olmedo se resumían en ese momento, sobre todo el de los Olmedo. Cumplía doce años,
y no habría pastel, ni piñata, ni ninguna de esas cosas bonitas que suelen
hacer las familias normales. La puta me tomó de la mano y me jaló en dirección
a las cortinas, de a poco nos fuimos perdiendo en la oscuridad hasta que
llegamos a un diminuto cuarto en el que solamente cabía la cama y cualquier
cosa o persona que se posicionara sobre la cama. La mujer comenzó a desvestirse,
acto que resultó muy fácil, simplemente se bajó la ropa interior y quitó el sostén.
Yo estaba asustado, mi visión de mujer no se ajustaba a la de esa mujer, quizá
me imaginaba una Barbie con la que jugaban mis compañeras o de perdida la
imagen de Erika la vecina que ya iba al bachillerato o, eso ya era mucho pedir,
la imagen de las mujeres en las revistas pornográficas. “Me llamo Cristal” dijo
la mujer quizá para generar confianza. Me importaba una mierda que se llamara
Cristal, María, Karla, Yesenia, lo que fuera, eso era lo de menos. Esa mujer no
era mujer, es decir, no era la mujer que me esperaba, era vieja, fea, gorda y
hediendo a tabaco y cerveza. Temiendo
fallar al ritual familiar fui desabotonando la camisa, luego me bajé el pantalón
y me quedé en calzoncillo (nuevo al igual que todo lo que andaba ese día. Noche).
Cristal llevó sus palmas a la cama y me pidió que la acompañara. Yo no sabía si
gritar, vomitar o morirme. Las primeras dos si podía hacerlo, una era
voluntaria y por eso no grité, la segunda era inevitable y por eso sentí una
repulsión que no terminó en vómito y la tercera simplemente no era realista, ya
te dije, entre el sexo y la muerte, mil veces el sexo. Me acerqué a su
presencia y comencé a temblar como un auto que viaja sobre una calle empedrada.
Cristal comenzó a flotarme sus dedos gordos por la espalda, haciendo pequeñas
caricias que me provocaban escalofríos y mayor temblor. Luego llevó su mano a
mi calzoncillo e intentó bajarlo. Yo luchaba por no quedar desnudo. Lucha que
de antemano tenía perdida. Cayó mi último frente de defensa. Estaba solo,
desnudo y en la oscuridad. No había
retorno a la inocencia como decía una canción. Cristal me jaló con fuerza y me
acostó en una posición que más parecía una posición de lucha libre con todo y
llave incluida y comenzó a tocarme la verga. No sabía yo si eso era caricia o
un oprobio. Con los ojos cerrados y contrario a lo que la mente, los
pensamientos y las expectativas generaban, mi verga iba cediendo al movimiento,
comenzó a endurarse y cristal frotaba con mayor rapidez. No había conexión entre
el cuerpo y la mente. No había pasado ni un minuto cuando de manera inevitable
terminé disparando un chorro de semen que se pegó sobre mi panza. Cristal
sonriendo dijo ¡No, muñeco! ¡Todavía no! Con la respiración totalmente agitada
pensé que no detendría el vómito. Cristal siguió frotando a la espera de una
reacción. Entonces yo rompí el silencio, le pedí de favor que ya no me tocara y
que esperara junto conmigo al menos unos minutos más para luego salir y decir
que yo me la había cogido, más bien que ella me había cogido. Que dijera lo que
fuera, pero que diera a entender que yo era un hombre, un Cortez un Olmedo
digno de esos apellidos.
Cristal sonrió, puso su mano
sobre mi mejía y dijo: “Siempre pasa lo mismo con estos niños. No te preocupés,
Muñeco. Diré que sos un hombre con una verga envidiable” Con que dijera lo primero yo me daba por
satisfecho, lo segundo era una exageración.
Nos cambiamos, en realidad
el que se cambió fui yo, ella simplemente se puso los calzones y el sostén.
Esperamos diez minutos exactos. Cristal prendió un cigarrillo y comenzó a preguntar
cosas que, para mi edad, eran estúpidas: ¿Qué equipo de futbol te gusta? Para
esa época yo seguía al Alianza y ella sonrió diciendo que le iba al Marte. Luego
preguntó si ya había probado las cervezas. Le contesté que no. Luego que si
fumaba. Tampoco, contesté. Luego me preguntó si tenía novia. Yo pensé que se estaba
burlando de mí, a todo lo que preguntaba yo contestaba que no. Esa es la
realidad, la ingenuidad de la infancia.
Pasó el tiempo prudencial
que un hombre promedio tarda en llegar a la eyaculación y bajamos. Allí estaba
la familia esperando al nuevo graduado. Cristal me llevaba de la mano y me
entregó a mi padre como el nuevo hombre de los Cortez y de los Olmedo. Toda la
familia aplaudió y pidió otra ronda de cervezas. Cristal me apagó un ojo en
señal de complicidad y todo estaba dicho, hecho.
Katie no paraba de sonreír,
yo estaba serio, recordar ese día no producía risa alguna. Luego ella dijo, “pero
esa no es tu primera relación sexual”. Tenía razón, aunque para mí esa era la
fecha y Cristal la mujer con la que perdí mi inocencia. Me reposicioné en la
cama y le conté sin mayores detalles que había cogido con Erika, mi vecina.
Ya era demasiado tarde para
seguir ahondando en detalles. Apagamos la lámpara y Katie comenzó a
acariciarme. En la oscuridad no paraba de ver la imagen de esos dos niños que
en el fondo, y a pesar de todo lo vivido, todavía éramos.
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