Maratón de Tokio

Todo parecía que iba a salir bien a pesar de que el cielo se veía gris. Hacia frío pero soportable. Los otros corredores que estaban en el hostal, Sumitro de Indonesia y Park de Korea, comenzaron con su ritual de preparación. Luego sacaron la comida. Park comía un plato lleno de arroz blanco y una especie de carne que más parecía ser un almuerzo. Sumitro en cambio sacó unos panes de torta y unos pancaques, tres bananas y una lata de café frío. Yo por mi parte tenía un pan de chocolate, una banana, una cajita de jugo y naranja y (quizá ese fue el error) una especie de gelatina que decía producir bacteria para retrasar la aparición del ácido láctico; la había comprado en la Expo.
Escribí a a Echo, la corredora taiwanesa y salimos del hostal. 

Estábamos como a un kilómetro y medio de la salida. Más corredores se nos iban uniendo hasta que éramos un rio completo. Llegamos justo en medio de unos altos edificios y cruzamos el puesto de seguridad que parecía como si uno fuera a entrar a las salas de abordaje del aeropuerto. Yo llevaba una botella con agua y dijeron que no podía pasar. Ya del otro lado los corredores hacían estiramientos o se cambiaban o untaban cremas en el cuerpo. Cada corredor tenía asignado un lugar para entregar su bolsa y dejar sus pertenencias. En ese momento me separé de los otros corredores y nos deseamos suerte. Estaba solo. Busqué el lugar para dejar mis cosas y hasta entonteces me quite la sudadera y la chaqueta y sentí el frío con todos sus grados. Me quedé con la camiseta desmandada que decía en la espalda El Salvador grande como su gente, aparte decía [Gio] y más abajo from Shithole country. No era con ánimo de polemizar con esa expresión sino lo contrario, matizar las declaraciones del presidente de los Estados Unidos y mostrar mi amor y orgullo por el país. 

Largas filas se hacían para ir a los baños. Me quedé en una que no avanzaba hasta que un señor gritó en inglés pero con acento japonés: here for a men bathroom. Volví a ver y la fila era considerablemente más pequeña. Los urinarios para hombres no tenían puerta y eran algo así como un servicio de “orine fácil”. Al salir vi un rótulo en el que se leía “Aid station” y daban líquidos y bananas. Pasé y tomé lo que creía que era agua: otro error. Era un agua gelatinosa con sabor salado. Busqué mi corral y antes de entrar venía caminando el corredor colombiano. Lo saludé y tomamos una foto. Ingresé al sitio de salida y no había marcha atrás. Nunca ha habido marcha atrás. Cientos o miles de corredores estiraban o soltaban. Yo hice lo mismo. Un corredor me saludo en inglés y dijo que se notaba que yo había entrenado en otro clima y me señala mis hombros que estaban quemados y con la piel levantada, “descascarada” (no creo que esa sea la palabra indicada). Sí, le dije, hace una semana estaba corriendo en la playa. El corredor era australiano y era su segunda vez en Tokyo. Entonces comprendí porqué era tan difícil conseguir un cupo en este maratón. Todos los países asiáticos, incluyendo a China e India, ven a Tokyo como su destino número uno para correr un maratón; más los australianos (Oceanía) y luego, claro esta, el resto del mundo, incluyendo a ese pequeño país del que soy yo del que nunca nadie sabe adonde está.

Comenzó el acto protocolorio y las voces de un coro de niños se escuchó en el lugar que bien podría pasar como el recibimiento perfecto para entrar en el cielo si es que existe. Una belleza. Luego fue el turno de un coro masculino, igualmente hermoso aunque este bien podrían ponerlo para dar la bienvenida en el infierno, también si es que existe. Recomendaciones nada más por si tienen un playlist en el más allá. En el más acá comenzaron a presentar a los corredores de élite. Los aplausos venían de todas partes.

Sonó una explosión y los cañones de confeti dispararon miles de papelitos blancos. Era el comienzo.
Cruzada las alfombras de tiempo intenté acelerar pero era imposible. Demasiadas personas. A cómo pude logré hacerme camino. El primer kilómetro lo corrí a paso de 4:30. Ya desde el segundo kilómetro había más espacio y comencé a correr a un paso superior. Los kilómetros me salían todos abajo de 4:00. Me sentía bien, y aunque una molestia en la pantorrilla izquierda me había aquejado en las últimas semanas, todo se sentía bien. Llegué al kilómetro 10 antes de Los cuarenta minutos y fue entonces cuando comencé a sentir cargado el estómago y la vejiga. Esperaba que fuera pasajero. Trataba de ignorar la molestia pero fue creciendo. De a poco fui perdiendo la concentración y comencé a buscar las señales de algún baño. No aparecían por ninguna parte y tampoco me iba a poner a orinar a media calle, máximo que andaba con la camisa que me iba delatar mi nacionalidad. Aguanté hasta el kilómetro dieciocho cuando vi la señal y pasé al baño. Nunca había pasado al baño en ningún maratón. Mis piernas temblaban y comencé a sentir el deseo de vomitar. Vomité y me sentí mejor. Salí de nuevo a la calle y tratar de mantener el ritmo. Fue imposible. Crucé la mitad con un tiempo de 1:27:00; lo que no estaba mal, pero el que si estaba mal era yo. Estaba desconcentrado, con frío y con el estómago revuelto. Cada kilómetro veía como iba perdiendo tiempo. Estaba muy lejos de la meta. Nunca pensé en detenerme aunque esos kilómetros fueron duros. No recuerdo nada de la ciudad, únicamente algunos gritos de apoyo. Antes de llegar al kilómetro 25 una voz en inglés me dijo: I like your T-shirt. Me dio gira la cabeza y vi al correrdor: I’m from New York. Le levanté la mano como agradeciéndole. Pasé de nuevo al baño. Esto no era una carrera, era una pesadilla. Salí y no podía manejar el ritmo, sentía que iba como corriendo en arena. Otra voz volvió a saludarme, estaba vez en español, me dijo, más bien preguntó: ¿eres de El Salvador? Sí, le contesté. Yo también contestó la mujer. Bueno, nos vemos en la meta volvió decir y siguió de largo. Escucharla me motivó mucho e intenté seguirle el paso. El reloj me confirmó que había mejorado el ritmo. Quise apretar de nuevo pero el dolor no permitía concentrarme, era como si no tuviera otros órganos en el cuerpo, como si el el corazón no existiera. Era puro dolor. 

Pasé el kilómetro treinta y cinco haciendo cuentas de cuánto sufrimiento faltaba. Al paso que iba más de treinta cinco minutos. Intentaba abstraerme y pensar en cualquier cosa, buena o de perdida mala pero que ayudara a mi cabeza a salir de ahí. No hubo pensamiento capaz de controlar el dolor. En el kilómetro cuarenta tomé unas mandarinas, sentí un pequeño alivio. De acuerdo al paso en el que iba estaba a once minutos de llegar. El ruido crecía y la voz de un presentador se escuchaba a lo lejos. Estaba por llegar. Vi el letrero con el kilómetro 42 y ya sólo quedaban 195 metros. Hice una última curva y estaba la meta. Los corredores aceleraban el paso y daban su último sprint. Yo en todo caso daría mi último vomito. Cruce la meta, alcé las manos y acto seguido a vomitar. El personal de emergencia se acercó pero les dije que estaba bien. Un simple vomito. Uno más. Seguí caminando y una voz me gritó: Chero. Chero. Volví a ver y era alguien de Guatemala. A la vos, estaba pisada esta mierda, vos. Asentí con la cabeza y llevé mi mano a la boca. Otra vez quería vomitar. ¿Estás bien, vos? Le dije que No y de nuevo comencé a vomitar pero ya no había nada que vomitar a menos que uno vomite las costillas. Desde mi primera borrachera no recordaba algo igual. Aunque hoy era peor porque estando borracho uno no recuerda mucho. Seguí caminando hasta un sitio donde te daban la medalla. La tomé y me hice a un lado y a seguir vomitando. Una de las mujeres me pidió que me sentare y comenzó a flotarme sus manos sobre la espalda para darme un poco de calor. Yo temblaba del frío. Me dieron una toalla y una manta térmica. Yo quería salir de ahí. Busqué el lugar para retirar la bolsa donde tenía el abrigo. Ahí me dieron agua la que vomité unos minutos más adelante. Me puse el abrigo, busqué una banca y me arropé. No sé exactamente cuánto tiempo pasó. Habrá sido una hora. No sé si dormí o deliré. Todos los corredores se tomaban fotografías y celebraban. Yo quería salir de ahí. Caminé a la estación y tomé el que me llevaría a Shinjuku. Ahí compré una Coca-Cola y tomé una sopa de fideos. Había vuelto a la vida. Regresé al hostal, tomé una ducha caliente y luego caí como roca. Ya vendrá otro maratón y la oportunidad de mejorar. 
No hay triunfos ni derrotas si se toman a ambos de la misma forma: métodos de aprendizaje.

Crónicas de un corredor tercermundista.

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