BUDISMO DEL QUE YA NO ME ACUERDO | Giovanni Landaverde
No tenía por qué haber asistido; en cierto modo, me daba igual. El budismo o cualquier religión significaban nada para mí. Cero. Nada. Absolutamente. Pero ahí estaba yo, esperando la conferencia.
Era verano y hacia mucho calor en D.C.; Ese día las embajadas no tenían eventos. Una rareza porque siempre había algo que celebrar o presentar, por eso me quedé un momento en la parada de autobuses leyendo las alternativas gratuitas para esa tarde, que todos los organizadores llegaban a pegar la información, ya fuera una hoja, un afiche a un simple papel recortado. Al final todo se convertía en un mosaico de opciones, desde clases de guitara, recitales de poesía, conciertos de rock o sinfónicos o, ese fue el que me llamó la atención esa tarde, una conferencia de introducción al budismo tibetano.
La dirección era cercana, prácticamente a la vuelta de Dupont Circle; como yo no tenía problemas con la comunidad gay, no tuve prejuicio de asistir y, además, tampoco sabía nada de budismo tibetano.
Caminé una cuadra y ya estaba en lugar. El día era caluroso, sin nubes y con un sol que hacía derretir las gomas tiradas en las aceras. Eran cerca de las siete de la tarde. Di con el lugar y toqué el timbre; un tipo delgado y calvo, casi de color espectral, fantasmagórico, producto en parte por la ropa, toda blanca, y en parte por su piel, blanca también, pero un blanco extraño, quizá cetrino, me dio la bienvenida y extendió su mano; luego me dijo que lo siguiera y subimos al tercer nivel del edificio. Ahí, ingresamos a una pequeña sala que tenía aire acondicionado. Esperaban sentados tres tipos, casi todos en el rango de los treinta años, y que, como les dije hace un rato, sin prejuicios, seguramente eran gays. Los saludé y saqué mi libro, creo que era Steinbeck; bueno, la verdad no era mi libro, me lo habían prestado, y tampoco era Steinbeck, era Bukowski, ya lo recordé bien. Sí, era el cartero de Bukoswki, y había reído a más no poder en el autobus.
A los diez minutos de estar ahí, sonó el timbre; el tipo espectral bajó y subió junto con una chica de apariencia agradable: buenas piernas, buen trasero, pocas tetas pero rostro hermoso. Tenía cabello café, ondulado, vestía de blanco y unas hawainas de hule. Los tipos que parecían gays también la vieron y la saludaron; a mí no me saludaron, así que quizá yo estaba equivocado y no eran gays. Luego llegaron otras tres personas: una pareja de mujeres, de las que yo ya no sabía que pensar, y un hombre con ropa sucia y cabello desalineado, con aires de rockero.
El fantasma, perdón, el tipo espectral, nos acerca una caja pequeña y nos pidió una colaboración voluntaria para asistir a la conferencia. Saqué cinco dolares y los puse. El resto anduvo entre esa cantidad y diez dolares; la verdad, el único que dio diez fue el tipo con pinta de rockero.
Pasamos a otra sala en donde un tipo con ropa que parecía enfermero o medico de algo, quemaba inciensos y estaba sentado en posición de esas en las que uno suele ver a la gente que está meditando. Nos dio la bienvenida y nos invitó a sentarnos en el suelo, en donde había unos pequeños almohadines; antes nos pidió que nos quitaríamos el calzado.
Dio inicio la conferencia precedida de un largo curriculum que fue presentado por el encargado de la charla. Dijo que eso lo hacía no para alentar su ego sino para confianza de nosotros. A mí me daba igual, simplemente quería saber algo del budismo. Y comenzó: primero nos dio un breve recorrido por la historia y el origen de Buda y su camino a la iluminación y la promesa de que todos podemos alcanzarla. Hablo de física, química y biología. Yo como no sé tanto, más bien nada, simplemente me sorprendí. No me aburrí. Durante tres horas estuvo explicando el proceso por medio del cuál los seres humanos podemos detener el sufrimiento. Esa era la palabra clave de todo: SU-FRI-MI-EN-TO. Luego hablo de los apegos y el sufrimiento que produce desapegarse, tanto de cosas como de personas. Hablo de la mente y lo poderosa que es. Habló de la neurociencia y la evolución de la mente, nos dijo que el cerebro humano todavía no distingue entre una amenaza o miedo real, como las que sucedían cuando era menos racional y más instinto, de una amenaza o miedo aparente. ¿Cómo así preguntó una de las chicas que habían llegado en pareja? El encargado contestó: La mente no distingue entre creer que serás despedido o prepararte para ser atacado. Por eso sufrimos, porque la mente prepara al cuerpo para la batalla, pero la batalla no existirá nunca, porque pensar que perderás el trabajo no es un ataque de un león o predador. Así que esa preocupación nos produce sufrimiento. Por eso es importante liberarse. ¿Tienen más preguntas? preguntó. No es que no tuviéramos pero queramos avanzar. Así que siguió su recorrido por la neurociencia y buda y el sufrimiento. Luego entró en un tema que de verdad a mí no me hizo ningún sentido, comenzó a hablar de la reencarnación del karma y todas esas cosas. No, me dije, esto es salir de una mentira para entrar en otra. Yo no ando buscando creer, ando buscando saber. De todas formas me quedé escuchando. Luego alguien preguntó si ese tema de la reencarnación era similar a la dualidad cuerpo-alma de los griegos. Dijo que sí y que no. No contestó más. Siguió con su charla hasta que al final nos pidió que hiciéramos una meditación. Nos explicó que era posible eliminar el ruido o pluralidad de imágenes de la mente, si teníamos la capacidad de quedarnos quietos y observar con los ojos abiertos; nos pidió vivir en el aquí y el ahora. Eso es necesario, dijo, no vivimos el presente, siempre vivimos en el pasado o en el futuro, nunca en el presente. Vívanlo. Para eso es la meditación. Bueno, había que intentarlo, por eso crucé mis piernas, tomé la postura y comencé a respirar profundo. Al cabo de cinco minutos, ahí estaba yo, concentrado, con mi vista puesta en el palito de incienso; muchas imagenes aparecían en mi mente; intentaba concentrarme en el palito; otros pensamientos llegaban; yo seguía concentrado. Fue extraño, sentí como si estuviera batallando en contra de mi propia mente. Para mi sorpresa lo conseguí, finalmente, estaba ahí sentado, escuchando mi respiración y con la vista puesta en el palito de incienso. Duró quizá como diez minutos, pero por primera vez sentí que estuve viviendo en el presente.
La conferencia terminó y nos invitaron a formar parte del grupo. Yo no acepté, en parte porque no soy de grupos ni sectas ni religiones, y en parte porque me pareció incomodo estar en el suelo.
Me despedí rapidamente, bajé los escalones; afuera ya caía la noche y muchas personas caminaban por las aceras; de los bares cercanos llegaba el clásico ruido de un bar. Cuando comencé a caminar me di cuenta que llevaba una sonrisa en el rostro. Sonrisa extraña porque yo no suelo sonreír con facilidad. Además iba respirando profundo y sintiendo la noche, viviendo en el presente. En serio, era extraño, sin pensamientos futuros ni pasado. Me fui al primer bar que encontré y pedí una cerveza. Entonces terminó el estado de gracia y volví de nuevo a vivir en el pasado y en el futuro.
Era verano y hacia mucho calor en D.C.; Ese día las embajadas no tenían eventos. Una rareza porque siempre había algo que celebrar o presentar, por eso me quedé un momento en la parada de autobuses leyendo las alternativas gratuitas para esa tarde, que todos los organizadores llegaban a pegar la información, ya fuera una hoja, un afiche a un simple papel recortado. Al final todo se convertía en un mosaico de opciones, desde clases de guitara, recitales de poesía, conciertos de rock o sinfónicos o, ese fue el que me llamó la atención esa tarde, una conferencia de introducción al budismo tibetano.
La dirección era cercana, prácticamente a la vuelta de Dupont Circle; como yo no tenía problemas con la comunidad gay, no tuve prejuicio de asistir y, además, tampoco sabía nada de budismo tibetano.
Caminé una cuadra y ya estaba en lugar. El día era caluroso, sin nubes y con un sol que hacía derretir las gomas tiradas en las aceras. Eran cerca de las siete de la tarde. Di con el lugar y toqué el timbre; un tipo delgado y calvo, casi de color espectral, fantasmagórico, producto en parte por la ropa, toda blanca, y en parte por su piel, blanca también, pero un blanco extraño, quizá cetrino, me dio la bienvenida y extendió su mano; luego me dijo que lo siguiera y subimos al tercer nivel del edificio. Ahí, ingresamos a una pequeña sala que tenía aire acondicionado. Esperaban sentados tres tipos, casi todos en el rango de los treinta años, y que, como les dije hace un rato, sin prejuicios, seguramente eran gays. Los saludé y saqué mi libro, creo que era Steinbeck; bueno, la verdad no era mi libro, me lo habían prestado, y tampoco era Steinbeck, era Bukowski, ya lo recordé bien. Sí, era el cartero de Bukoswki, y había reído a más no poder en el autobus.
A los diez minutos de estar ahí, sonó el timbre; el tipo espectral bajó y subió junto con una chica de apariencia agradable: buenas piernas, buen trasero, pocas tetas pero rostro hermoso. Tenía cabello café, ondulado, vestía de blanco y unas hawainas de hule. Los tipos que parecían gays también la vieron y la saludaron; a mí no me saludaron, así que quizá yo estaba equivocado y no eran gays. Luego llegaron otras tres personas: una pareja de mujeres, de las que yo ya no sabía que pensar, y un hombre con ropa sucia y cabello desalineado, con aires de rockero.
El fantasma, perdón, el tipo espectral, nos acerca una caja pequeña y nos pidió una colaboración voluntaria para asistir a la conferencia. Saqué cinco dolares y los puse. El resto anduvo entre esa cantidad y diez dolares; la verdad, el único que dio diez fue el tipo con pinta de rockero.
Pasamos a otra sala en donde un tipo con ropa que parecía enfermero o medico de algo, quemaba inciensos y estaba sentado en posición de esas en las que uno suele ver a la gente que está meditando. Nos dio la bienvenida y nos invitó a sentarnos en el suelo, en donde había unos pequeños almohadines; antes nos pidió que nos quitaríamos el calzado.
Dio inicio la conferencia precedida de un largo curriculum que fue presentado por el encargado de la charla. Dijo que eso lo hacía no para alentar su ego sino para confianza de nosotros. A mí me daba igual, simplemente quería saber algo del budismo. Y comenzó: primero nos dio un breve recorrido por la historia y el origen de Buda y su camino a la iluminación y la promesa de que todos podemos alcanzarla. Hablo de física, química y biología. Yo como no sé tanto, más bien nada, simplemente me sorprendí. No me aburrí. Durante tres horas estuvo explicando el proceso por medio del cuál los seres humanos podemos detener el sufrimiento. Esa era la palabra clave de todo: SU-FRI-MI-EN-TO. Luego hablo de los apegos y el sufrimiento que produce desapegarse, tanto de cosas como de personas. Hablo de la mente y lo poderosa que es. Habló de la neurociencia y la evolución de la mente, nos dijo que el cerebro humano todavía no distingue entre una amenaza o miedo real, como las que sucedían cuando era menos racional y más instinto, de una amenaza o miedo aparente. ¿Cómo así preguntó una de las chicas que habían llegado en pareja? El encargado contestó: La mente no distingue entre creer que serás despedido o prepararte para ser atacado. Por eso sufrimos, porque la mente prepara al cuerpo para la batalla, pero la batalla no existirá nunca, porque pensar que perderás el trabajo no es un ataque de un león o predador. Así que esa preocupación nos produce sufrimiento. Por eso es importante liberarse. ¿Tienen más preguntas? preguntó. No es que no tuviéramos pero queramos avanzar. Así que siguió su recorrido por la neurociencia y buda y el sufrimiento. Luego entró en un tema que de verdad a mí no me hizo ningún sentido, comenzó a hablar de la reencarnación del karma y todas esas cosas. No, me dije, esto es salir de una mentira para entrar en otra. Yo no ando buscando creer, ando buscando saber. De todas formas me quedé escuchando. Luego alguien preguntó si ese tema de la reencarnación era similar a la dualidad cuerpo-alma de los griegos. Dijo que sí y que no. No contestó más. Siguió con su charla hasta que al final nos pidió que hiciéramos una meditación. Nos explicó que era posible eliminar el ruido o pluralidad de imágenes de la mente, si teníamos la capacidad de quedarnos quietos y observar con los ojos abiertos; nos pidió vivir en el aquí y el ahora. Eso es necesario, dijo, no vivimos el presente, siempre vivimos en el pasado o en el futuro, nunca en el presente. Vívanlo. Para eso es la meditación. Bueno, había que intentarlo, por eso crucé mis piernas, tomé la postura y comencé a respirar profundo. Al cabo de cinco minutos, ahí estaba yo, concentrado, con mi vista puesta en el palito de incienso; muchas imagenes aparecían en mi mente; intentaba concentrarme en el palito; otros pensamientos llegaban; yo seguía concentrado. Fue extraño, sentí como si estuviera batallando en contra de mi propia mente. Para mi sorpresa lo conseguí, finalmente, estaba ahí sentado, escuchando mi respiración y con la vista puesta en el palito de incienso. Duró quizá como diez minutos, pero por primera vez sentí que estuve viviendo en el presente.
La conferencia terminó y nos invitaron a formar parte del grupo. Yo no acepté, en parte porque no soy de grupos ni sectas ni religiones, y en parte porque me pareció incomodo estar en el suelo.
Me despedí rapidamente, bajé los escalones; afuera ya caía la noche y muchas personas caminaban por las aceras; de los bares cercanos llegaba el clásico ruido de un bar. Cuando comencé a caminar me di cuenta que llevaba una sonrisa en el rostro. Sonrisa extraña porque yo no suelo sonreír con facilidad. Además iba respirando profundo y sintiendo la noche, viviendo en el presente. En serio, era extraño, sin pensamientos futuros ni pasado. Me fui al primer bar que encontré y pedí una cerveza. Entonces terminó el estado de gracia y volví de nuevo a vivir en el pasado y en el futuro.
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