Una noche en el dormitorio Municipal de Puebla

La noche anterior había dormido en la cárcel de Esperanza, en Puebla, y había hecho mucho frío. Pero no estuve detenido, ni mucho menos. Había logrado conseguir posada en la delegación policial de ese pueblo y el único espacio disponible que me ofreció el oficial policial era ese. Lo acepté. A pesar del cansancio no pude dormir porque hacía mucho frío. El oficial encargado me facilitó unas frazadas con las que, al menos, logré consuelo. A las seis de la mañana preparé mis mochilas y las amarré a la bicicleta. Me despedí. Uno de los policías me preguntó si no había escuchado los ruidos, ¿Qué ruidos? Los gritos me dijo, y señalo dentro de las celdas. Pues, la verdad, No, le dije. Ah, expresó el policía, eran bien fuertes, pensé que los habías escuchado. Me encogí de hombros y le dije que yo no creía ni en santos ni en demonios. El policía movió uno de sus dedos como aleccionándome y dijo que hacía unos años una señora se había suicidado en la celda en la que dormí. Estaba loca, dijo. Ella es la que pasa gritando todas las noches. Qué raro que no la escuchaste. No me iba a quedar una noche más para intentar hacer contacto. Y eso podría haber sido lo de menos. El frío para mí había sido terrible. Tuve que sacar la supuesta ropa de invierno que llevaba, que en realidad se componía únicamente de una campera negra que había recibo de regalo de un tío que vivía en Nueva York. Nada de guantes, ni bufandas ni nada. Por eso improvisé con unos calcetines y me los puse de guantes. Me despedí.

Amanecer en esas condiciones siempre llena de esperanza, y no era por el nombre del lugar, que se llamaba Esperanza precisamente, sino más bien porque se apreciaba todo un altiplano y el pico nevado de Orizaba. Hacía frío, Sí, pero se vivía como afirmaba un poeta: "Hace frío sin ti pero se vive". Estaba a ciento veinticinco kilómetros de la ciudad de Puebla. si el terreno no tenía mayores inclinaciones como se apreciaba, bien podría llegar en seis horas o un poco menos. Llegué en cinco horas. A las once de la mañana estaba en la ciudad de Puebla. Tenía suficiente tiempo para buscar un lugar donde pedir posada. Bien podría haber pagado un hostal pero ya estaba empeñado en no pagar. Se había vuelto una obsesión. Simplemente quería descubrir hasta dónde era posible viajar sin pagar por un sitio donde pasar la noche. Ya lo había conseguido con cuarenta noches seguidas. Así que era una noche más.

La ciudad de Puebla era impresionante. Había mucho tráfico y lo primero que encontré fue el estadio del que yo había escuchado cuando tenía ocho años y había coleccionado con el álbum de estampillas del Mundial México 86. Era la segunda ciudad por la que pasaba. La primera había sido Villahermosa, en Tabasco. Pero está le duplicaba en tráfico.

Pregunté a una persona si podía decirme adonde encontrar la Cruz Roja de la ciudad. Acostumbrado a perderme y encontrarme tardé una hora en llegar al lugar. Puse mi bici a un lado y pasé a saludar a los voluntarios. Uno de ellos me dijo que tenía que ir a la oficina central a solicitar un permiso ya que ellos tenía prohibido dar entrada a desconocidos. Fui a la oficina central y pedí hablar con el encargado de los voluntarios. Su secretaria que me vio de pies a cabeza me pidió que le explicará la solicitud a ella para ella hacérsela llegar. Le pedí que prefería explicarsela yo personalmente que no me tardaría más de un minuto. Ella me pidió que esperara. Me senté en un sofá que estaba a un lado del escritorio de la secretaria y que se reflejaba justo frente a un espejo. Hasta ese momento me di cuenta que mi veía bien sucio. Claro no me había bañado. No me había atrevido hacerlo con el frío de Esperanza. Además la barba ya daba un toque descuidado, y qué decir de la piel quemada por el sol. Yo me di risa y cruce la pierna. A los minutos venía la secretaria junto con un señor de tez blanca, muy limpio, con saco y corbata. Por su pinta, supe que no era un tipo muy dado a los desórdenes, ni a las vidas desordenadas, ni a la liberad. Era como estar en un cuento de Cortázar: Cronopios y Famas. Me presenté y le extendí mi mano. El encargado únicamente me vio directamente y no respondió a mi saludo. ¿Qué necesita? me dijo. De inmediato le expliqué que únicamente necesitaba un lugar donde pasar la noche. Me contestó que lo tenían prohibido. Lo mejor es que te vayas al dormitorio municipal. Ahí les ayudan a ustedes. ¿Ustedes? pensé en preguntarle pero no lo hice. El tipo era serio y mi presencia le incomodaba. Así pasa siempre cuando te encontrás a tu antagónico. Sonreí y les agradecí su tiempo, di la vuelta y me fui a la bicicleta.

Bien, no era tan grave, tampoco era el rechazo de la mujer que te gusta. Plan B: Bomberos.

Pregunté por la estación de bomberos de la ciudad y luego de pasar perdido otra hora, llegué finalmente. De igual forma pedí hablar con el encargado. Un oficial que tomaba una Coca-Cola me recibió, di la mano y me escuchó. Le pedí posada. Él contestó que no podía: Lo siento, carnalito. Pero no les podemos ayudar a ustedes. Otra vez, ustedes. Tuve la confianza de preguntar a qué se refería con ustedes. Sí, ustedes, los centroamericanos. Antes les echábamos la mano pero luego cuando comenzaron a venir las bandas de secuestradores y se los levantaban, o hacer robos entre ustedes, decidió el gobierno estatal dejar de brindar ayuda. Pero podes ir al dormitorio municipal, me dijo. Ahí te pueden ayudar, carnal. Se lo agradecí.

Ya eran las dos de la tarde, así que había que activar el plan C: buscar una iglesia o ir a preguntar al dormitorio municipal. No debía ser tan grave.

Llegué al citado dormitorio municipal y una señora que estaba sentada revisando el periódico me dijo que regresara hasta las cinco de la tarde. Pero es seguro que encuentre un espacio, le pregunté. Si es de los primeros, Sí, me dijo. Bien, busqué un lugar donde almorzar y regresé antes de las cinco. Afuera del lugar apenas había unas seis personas. La mayoría ancianos. No puede ser tan malo pensé y esperé hasta que la encargada me hizo pasar y pidió que llenara una ficha. Básicamente, nombre, edad y se padecía alguna afección. Llené los espacios y me quedé a la espera. De a poco al lugar iban llegando más personas. Muchos con pinta de borrachos y prostitutas. No sabía si era mejor irme o quedarme en el lugar. En eso estaba cuando alguien mencionó mi nombre. Era una señora que llevaba un folder amarillo en la mano y me pidió que la acompañara. La acompañé.

Me hizo pasar a una pequeña oficina que más bien parecía consultorio y tomé asiento. A ver, preguntó: tienes treinta años. Sí, contesté.  ¿Eres salvadoreño? Sí, contesté también. Muy bien. Te puedes sentir seguro con nosotros. ¿Te han violado en el camino? me preguntó. ¿Qué? exclamé. Sí, en confianza, sabemos que es difícil todo lo que ustedes viven. No, no, no, dije tres veces y moví mis manos negando de forma desesperada. Está bien, dijo ella, con un ojo puesto en la ficha y otro en mi expresión, aquí no te va a pasar nada. No, volví a decirle, creo que hay una confusión: yo soy un ciclista, soy de El Salvador pero no he tenido ningún problema. ¿Cómo? ¿No entiendo? dijo. ¿No vas para Estados Unidos? preguntó. Sí, le dije, pero llevo mis documentos. No entiendo volvió decir ella. De todas formas te puedes quedar aquí como máximo cinco días. La hora de entrada es a las cinco de la tarde y la salida a las ocho de la mañana. Nadie puede estar aquí durante el día. Una vez se cierre el dormitorio a las nueve de la noche nadie puede salir sino hasta las cinco de la mañana. ¿Entendido? Sí, dije.

Salí de la pequeña oficina y en el lugar ya había más personas. En ese momento el dormitorio ya tenía la pinta de ser lo más cercano a un penal o la fila para ingresar a uno. Personas no tan viejas y con cortes de cabello que iban desde lo exótico a lo descuidado y con tatuajes y aretes por todas partes. Ya eran las seis de la tarde. Podría irme, nadie me lo iba impedir, pero, a pesar del cóctel de rostros, tenía un techo donde pasar la noche. No podría ser tan grave. Decidí quedarme y me senté al lado donde estaban las personas de mayor edad.

Antes de las siete de la noche llegó un tipo de complexión fortachona y con el cabello recortado del frente pero con una larga melena atrás. Las otras personas que estaban ahí esperando lo saludaron y un tipo delgado con aretes en ambas orejas le dijo: Mi Jarocho, la banda lo saluda. El tipo se acercó y sin mediar palabras le soltó una fuerte cachetada y remedó: ¡Jarocho, le banda te saluda! y luego dijo: la feria, cáiganse con la feria. Acto seguido las personas que estaban sentadas de ese lado sacaron dinero y se lo entregaron. Así me gusta, mi amor, le dijo a una de las mujeres que tenía pinta de prostituta. Luego el Jarocho dirigió su mirada hacia el lado en donde me encontraba yo y dijo: mmm tenemos un culo virgen. El resto de jóvenes soltaron una fuerte carcajada.  Claro, yo no iba a sonreír. No les hagas caso me dijo un señor que estaba sentado a la par mía y con quien estuve conversando. Este pinche Jarocho es un vago que habla de más. Podría haber salido a buscar un hostal pero ya estaba ahí. Era una noche más. Mi pinta tampoco era una pinta inocente. Otro tipo que se parecía a mí, con la diferencia que si estaba loco. Eso lo suponía porque llevaba unos zapatos viejos y cortadas justo en donde debían cubrir los dedos, que no cubrían y que dejaban ver unas uñas crecidas que parecían largos garfios. Además llevaba una larga barba y el pelo crecido. Esa no era la locura. La locura se evidenció cuando nos regalaron unas galletas de figuritas y el loco comenzó a pedirle perdón a cada animalito que se iba a comer. Así lo decía: Le pido perdón señora vaca por comérmela. Le pido perdón señor león por comérmelo.
A las siete de la noche llegaron los miembros de una iglesia y nos repartieron comida. A todos nos dieron una torta de jamón con quedo y un pedazo de pan dulce. Una señora pidió que inclináramos la cabeza y comenzó a orar. Me recordó a mi madre y sus incontables visitas al comedor de ancianos de la iglesia Don Rúa. Yo no cerré los ojos y me quedé observando. La señora pasó justo a mi lado y me puso su mano sobre la cabeza y dijo: Señor, libera a esta alma de las drogas. Bien sabes que este inocente no sabe lo que hace. Libéralo, padre. Te lo pido en nombre de tu hijo amado. Libéralo. Dale tu luz a este rostro quemado por las drogas. Amén, dijo el loco que estaba a la par mía. Por dentro de mis pensamientos no podía creer ese momento. Pero estaba ocurriendo en Puebla. En el dormitorio municipal.

Finalizada la oración nos sentamos a comer y alguien prendió un televisor que estaba frente a las mesas. Sintonizaron una novela por hora. En México se ven tres y hasta cuatro.

A las nueve de la noche alguien pidió que pasáramos a los dormitorios. Dijo que del lado derecho dormirían las mujeres y del lado derecho los hombres. El sexo está prohibido dijo. De todas formas la puerta de este recinto se cierra y por nada del mundo se abre. El único autorizado para hacerlo es la policía municipal en caso de una emergencia. Cuando finalizó de hablar me acerqué a él y le comenté que si era posible dormir en el comedor. Yo tiendo mi cobija le dije. No necesito dormir en los camarotes. El encargado negó rápidamente y dijo que No. No es posible.

Bien, además de proteger mi "hombría" mi preocupación giraba en torno a mi pasaporte. Dinero no andaba. La bici me preocupaba pero no tanto. Si perdía mis documentos entonces sí estaría en problemas. De todas formas pasé al camarote y me ubicaron en la parte alta. Ni modo. Subí, me recosté y me quedé a la espera de cualquier eventualidad.
Nunca había preso. La noche anterior había dormido en la cárcel pero de visita. Esa noche lo parecía.
Los murmuros de todas las personas conversando de su día a día se escuchaba por todas partes. Conforme pasaban los minutos iba de a poco bajando la intensidad hasta que de pronto solo eran unas cuantas personas hablando. A las once de la noche todo fue silencio. Alguien tocia por un lado. Alguien suspiraba por otro lado. Yo no pude dormir y si lo hice no me acuerdo.
A las cuatro de la madrugada comenzaron de nuevo los ruidos a crecer hasta que a las cinco abrieron la puerta y dieron la orden de poder salir. Rápidamente tomé la bicicleta y me fui. Salí de puebla bien temprano. Con mis documentos y a salvo el honor como dice Silvio Rodríguez.

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