De comerciantes y contrabandistas...
Eramos vendedores ambulantes en Guatemala. Viajeros, comerciantes, coyotes, contrabandistas. Eramos, sin duda, la viva representación de los "guanacos hijos de la gran puta" de Roque Dalton.
Íbamos de pueblo en pueblo ofreciendo de todo: desde calcetines hasta peroles para cocinar tamales; botones, encajes, vestidos, pólvora navideña, cassete grabados (ese iba de contrabando). Yo era un niño, y mi padre tenía la edad que tengo hoy, pero lo recuerdo bien. Recuerdo todos y cada uno de esos viajes al entonces remoto departamento de Petén. El viaje no era solamente físico, parecía que el viaje era en el tiempo: calles de tierra, pueblos y aldeas sin electricidad, animales salvajes, en fin, era un regreso a inicios de mil novecientos, pero ya era mil novecientos ochenta y siete.
Mi papá viajaba una vez al mes, y cuando era la temporada alta dos veces. El viaje duraba, cuando era corto 10 días, cuando se alargaba podría incluso llegar a durar 18 días con sus respectivas y sufridas (por los zancudos) noches.
Cuando tenía nueve años nos acompañaba un ayudante. Cuando cumplí doce el ayudante era yo, y era necesario cargar y descargar el pickup que, como les mencioné, llevaba de todo.
En esos días era necesario elaborar un formulario aduanero para ingresar los productos a Guatemala. Los productos debían ser originarios de El Salvador. Aquí es cuando conocí el contrabando. A mi papá le gustaba mucho la música. Le gustaba escucharla a todo volumen como buen pobre de origen rural. Nunca faltaron los "aparatos", o en su defecto las grabadoras, en los mesones, apartamentos o casas en las que vivimos. Tampoco en los carros. Parecía que mi papá no podía concebir la vida sin música, mucho menos un viaje tan largo. Por eso siempre compraba cassete grabados, que por aquella época estaban por todas las esquinas del centro de San Salvador. Compraba música de los Tigres del Norte, sus favoritas, de Los Caminantes, Las Jilgerillas, un tal Miguel Angel (artista salvadoreño), y cumbias, todo tipo de cumbias salvadoreñas y colombianas. Llevaba 10 o 20 cassetes grabados, nada extraño en esa época. Cierto día en un pueblo menos que perdido de Petén un cliente que compraba calcetines le preguntó si le podía vender los cassetes que llevaba. Mi papá como buen comerciante les puso precio y le vendió todos los que andaba, menos el de los Tigres del Norte. Ese día ganó cinco quetzales por cada cassete, el equivalante a diez colones. En total el negocio le había dejado cien colones. Nada mal. En esa época el dolar se cambiaba a cinco colones por dolar, así que medido en términos de dolares, se ganó veinte dolares. Este es un buen negocio, debió haber pensado. Por eso para el siguiente viaje llevaba 30 cassetes grabados con todo tipo de música. El mismo cliente los compró.
El gran problema es que el ingreso de esos cassetes a Guatemala estaban prohibidos por dos razones: La primera: no eran productos hechos en El Salvador; Bueno, digamos que la grabación Sí, pero el producto en Sí, no, no era fabricado en El Salvador; y la segunda, y más clara razón, porque era un producto pirateado y por lo tanto fuera del comercio. Así que era imposible establecer un negocio formal con la venta de los cassetes. Cuando comenzó a llevar cincuenta piezas ya era necesario esconderlos en las mochilas y debajo de los asientos. Los clientes iban apareciendo y pidiendo otro tipos de géneros músicales. Se pedía música por encargo, por ejemplo, "Alma tuneca" un grupo guatemalteco. Llegaron incluso a pedir chistes de "Velorio" un comediante chapín y hasta las predicaciones de un pastor llamado Yiye Avila. Era una locura. Un solo cliente encargaba cien cassetes. El problema es que ya no se podían ocultar. Aunque el negocio era vender de todo, los cassetes representaban un buen ingreso, hasta que lo descubrió la autoridad de Guatemala, representada por la Guardia de Hacienda, bajaron todas las cajas y mi papá pasó una noche detenido. Por la mañana todo se resolvió con música y dinero. Ya eramos contrabandistas internacionales.
Los chapines disfrutaban la música salvadoreña, pedían de Los Hermanos Flores, Joshe Lora, Las Nenas de Caña y hasta del fallecido Fredy Zelada. Fue mi cultura músical.
En Rio Dulce había un cliente conocido como "El Chino" (a secas), muy bueno para vender pero más bueno para tomar. Agarraba "zumbas" o el famoso "avión" hasta por dos semanas. Ese Chino recuerdo que pedía música afro caribeña: "La banana, Don Manuel, la banana, esa está de moda", o fue él quien nos advirtió de la "Sopa de Caracol". Cada quien tenía un gusto y solicitudes particulares.
En San Salvador había varios estudios que grababan los cassetes y parecía que era un negocio formal. Yo así lo veía.
Pero no todo era contrabando y música. La mayor parte del negocio descansaba en los productos textiles baratos: calcetines, medias, calzoncillos, rumberas, pantaletas, calzonetas, vestidos. En fin de todo. Mi papá se iba con una pesada bolsa de puesto en puesto por todos los mercados ofreciendo los productos, yo lo veía y quería ser como él. Por eso antes de cumplir doce años ya andaba con mi bolsa de puesto en puesto: "Ahi viene el canchito" decían. Lo más importante de ese oficio era contar por docena y sabe hasta donde llegar con el precio. La gente preguntaba: ¿Cuánto cuestan estos calcetines, canchito? Salen a 18 quetzales la docena. Ah, están algo carros. ¡No! le salen baratos. Le salen a uno cincuenta por unidad. ¿Cuántas docenas le doy? ¿Y medias docenas no vendés, canche? No, solamente por docena. Si pues, pero damela a quince y te agarro tres docenas. No me sale. Le bajo un quetzal. Se las dejo a diecisiete. No pues, a dieciséis te las agarro, vos. Vaya, ni usted ni yo. Agarreme cinco docenas, se las doy a dieciseis cincuenta. Es mucho, vos. Dame cuatro docenas pues. Yo sacaba las cuatro docenas y recibía el dinero y me iba al siguiente puesto.
Al principio me entristecía si no vendía, luego descubrí que entre más veces ofrecía más podía vender. El chiste no era, como en el beisbol, pegarla a todas las pelotas. El chiste, en el fondo, es que estaba aprendiendo.
No eramos los únicos salvadoreños en el Petén. Eramos un ejercito, principalmente los comerciantes que venían de oriente. Los Canales, Bonillas, Umanzor, Reyes, Velasquez. Ellos eran conocidos como la "Mancha brava", y viajaban en sus propios camiones. Nosotros nos afiliábamos a otro ejercito, y nos definíamos como los chalatecos, aunque vivíamos en la ciudad, en la colonia Zacamil; ahí estábamos los Landaverdes, Abrego, Salguero, Fuentes, Palomo. Y había un par de comerciantes que viajaban desde Santa Ana. Todos tenían algo en común, bueno además de la nacionalidad, todos eran de origen rural y muchos eran hijos, nietos de comerciantes. Yo, por ejemplo, tuve un bisabuelo llamado Catarino que viajaba de Chalatenando a Hoduras con su burrito bien cargado, ¿de qué? de todo. Mi abuela también fue comerciante y lo perdió todo en Honduras cuando se dio el conflicto salvadoreño-hondureño. Todas esas historias estaban en mi infancia. También las historias de los otros comerciantes. Un señor gordo y con la piel enrrojecida y con el acento típico de oriente, contaba sus pasadas cuando se agarraba a balazos con la rural de Honduras. Se llamaba Rosalío Canales, pero "dígame Don Chali, cipote". Así que Don Chali no tenía otro tema de conversación, para él todo era negocio y contrabando: Ya he contrabandeado pilas desde México. ¿Pilas? Sí, pilas Rayovac. He jalado "parque" desde Honduras. He tenido 10 bestias bien cargadas. ¿Bestias? Sí, animales de carga.
Como en todo negocio hay envidias y secretos. Había amistades (si es que se les puede llamar así) que se fundaban en la envidia. No obstante en el extranjero es cuando la nacionalidad tiene más sentido, y en las pensiones y cuartuchos en donde dormíamos y coincidíamos, tratábamos de establecer una alianza fraternal. Salíamos a comer. Ellos también llevaban a sus niños: futuros comerciantes o contrabandistas, dependiendo del camino que uno elige. Mis pares en edad.
Los adultos hablaban de negocio y de mujeres. Más que todo de mujeres y se iban a los prostíbulos cercanos. Nosotros, los niños, nos quedábamos jugando y , como sucede con la infancia, nos quedábamos jugando con los niños chapines.
Había aldeas que no tenían electricidad o si tenían era generada por una planta eléctrica que era apagada a las ocho de la noche. Era entonces cuando la noche se volvía insoportable. Soledad y zancudos. Zancudos y soledad. Quemábamos Aután que de nada servía. Parecía que el humo alentaba aún más a los zancudos. No quedaba de otra, más que aguantar. A veces la vida se resume en esa frase.
La ropa limpia rara vez alcanzaba para un viaje de 12 días, por tal razón el hedor a húmedo o sudado era perenne. En ocasiones nos bañábamos en el primer río que veíamos y parábamos de igual forma en los mejores comedores. A veces había carne de venado, de tepezcuintle, de pelibuey. Carnes exóticas, frijoles negros, rimero de tortillas. ¡Qué lujo! Se comía bien.
No había comunicación con mi madre. Era como estar muertos. Bien podríamos morir y la información llegar a las semanas de sucedido el percance. De hecho una vez nos "cocieron a balazos" como dice Roque Dalton. Una banda de pistoleros, famosa por haber asaltado a todos los comerciantes salvadoreños, nos estaban esperando y de no ser porque mi papá tenía una tolerancia demasiada alta al riesgo, no paró y nos dispararon, por fortuna, realmente por fortuna, no lograron matarnos. No exagero, el pickup tenía treinta y ocho orificios de bala. Mal recuerdo para ser un día de navidad. La navidad de mil novecientos noventa.
Estaba claro que con semejante riesgo había que decidir entre seguir y eventualmente morir asesinado o cambiar de negocio.
Se optó por lo segundo y del Petén solamente quedaron cientos de historias de salvadoreños que nadie ha contado. Aunque morir asesinado no iba a ser negociable para mi papá. No quedaba de otra, más que aguantar.
Íbamos de pueblo en pueblo ofreciendo de todo: desde calcetines hasta peroles para cocinar tamales; botones, encajes, vestidos, pólvora navideña, cassete grabados (ese iba de contrabando). Yo era un niño, y mi padre tenía la edad que tengo hoy, pero lo recuerdo bien. Recuerdo todos y cada uno de esos viajes al entonces remoto departamento de Petén. El viaje no era solamente físico, parecía que el viaje era en el tiempo: calles de tierra, pueblos y aldeas sin electricidad, animales salvajes, en fin, era un regreso a inicios de mil novecientos, pero ya era mil novecientos ochenta y siete.
Mi papá viajaba una vez al mes, y cuando era la temporada alta dos veces. El viaje duraba, cuando era corto 10 días, cuando se alargaba podría incluso llegar a durar 18 días con sus respectivas y sufridas (por los zancudos) noches.
Cuando tenía nueve años nos acompañaba un ayudante. Cuando cumplí doce el ayudante era yo, y era necesario cargar y descargar el pickup que, como les mencioné, llevaba de todo.
En esos días era necesario elaborar un formulario aduanero para ingresar los productos a Guatemala. Los productos debían ser originarios de El Salvador. Aquí es cuando conocí el contrabando. A mi papá le gustaba mucho la música. Le gustaba escucharla a todo volumen como buen pobre de origen rural. Nunca faltaron los "aparatos", o en su defecto las grabadoras, en los mesones, apartamentos o casas en las que vivimos. Tampoco en los carros. Parecía que mi papá no podía concebir la vida sin música, mucho menos un viaje tan largo. Por eso siempre compraba cassete grabados, que por aquella época estaban por todas las esquinas del centro de San Salvador. Compraba música de los Tigres del Norte, sus favoritas, de Los Caminantes, Las Jilgerillas, un tal Miguel Angel (artista salvadoreño), y cumbias, todo tipo de cumbias salvadoreñas y colombianas. Llevaba 10 o 20 cassetes grabados, nada extraño en esa época. Cierto día en un pueblo menos que perdido de Petén un cliente que compraba calcetines le preguntó si le podía vender los cassetes que llevaba. Mi papá como buen comerciante les puso precio y le vendió todos los que andaba, menos el de los Tigres del Norte. Ese día ganó cinco quetzales por cada cassete, el equivalante a diez colones. En total el negocio le había dejado cien colones. Nada mal. En esa época el dolar se cambiaba a cinco colones por dolar, así que medido en términos de dolares, se ganó veinte dolares. Este es un buen negocio, debió haber pensado. Por eso para el siguiente viaje llevaba 30 cassetes grabados con todo tipo de música. El mismo cliente los compró.
El gran problema es que el ingreso de esos cassetes a Guatemala estaban prohibidos por dos razones: La primera: no eran productos hechos en El Salvador; Bueno, digamos que la grabación Sí, pero el producto en Sí, no, no era fabricado en El Salvador; y la segunda, y más clara razón, porque era un producto pirateado y por lo tanto fuera del comercio. Así que era imposible establecer un negocio formal con la venta de los cassetes. Cuando comenzó a llevar cincuenta piezas ya era necesario esconderlos en las mochilas y debajo de los asientos. Los clientes iban apareciendo y pidiendo otro tipos de géneros músicales. Se pedía música por encargo, por ejemplo, "Alma tuneca" un grupo guatemalteco. Llegaron incluso a pedir chistes de "Velorio" un comediante chapín y hasta las predicaciones de un pastor llamado Yiye Avila. Era una locura. Un solo cliente encargaba cien cassetes. El problema es que ya no se podían ocultar. Aunque el negocio era vender de todo, los cassetes representaban un buen ingreso, hasta que lo descubrió la autoridad de Guatemala, representada por la Guardia de Hacienda, bajaron todas las cajas y mi papá pasó una noche detenido. Por la mañana todo se resolvió con música y dinero. Ya eramos contrabandistas internacionales.
Los chapines disfrutaban la música salvadoreña, pedían de Los Hermanos Flores, Joshe Lora, Las Nenas de Caña y hasta del fallecido Fredy Zelada. Fue mi cultura músical.
En Rio Dulce había un cliente conocido como "El Chino" (a secas), muy bueno para vender pero más bueno para tomar. Agarraba "zumbas" o el famoso "avión" hasta por dos semanas. Ese Chino recuerdo que pedía música afro caribeña: "La banana, Don Manuel, la banana, esa está de moda", o fue él quien nos advirtió de la "Sopa de Caracol". Cada quien tenía un gusto y solicitudes particulares.
En San Salvador había varios estudios que grababan los cassetes y parecía que era un negocio formal. Yo así lo veía.
Pero no todo era contrabando y música. La mayor parte del negocio descansaba en los productos textiles baratos: calcetines, medias, calzoncillos, rumberas, pantaletas, calzonetas, vestidos. En fin de todo. Mi papá se iba con una pesada bolsa de puesto en puesto por todos los mercados ofreciendo los productos, yo lo veía y quería ser como él. Por eso antes de cumplir doce años ya andaba con mi bolsa de puesto en puesto: "Ahi viene el canchito" decían. Lo más importante de ese oficio era contar por docena y sabe hasta donde llegar con el precio. La gente preguntaba: ¿Cuánto cuestan estos calcetines, canchito? Salen a 18 quetzales la docena. Ah, están algo carros. ¡No! le salen baratos. Le salen a uno cincuenta por unidad. ¿Cuántas docenas le doy? ¿Y medias docenas no vendés, canche? No, solamente por docena. Si pues, pero damela a quince y te agarro tres docenas. No me sale. Le bajo un quetzal. Se las dejo a diecisiete. No pues, a dieciséis te las agarro, vos. Vaya, ni usted ni yo. Agarreme cinco docenas, se las doy a dieciseis cincuenta. Es mucho, vos. Dame cuatro docenas pues. Yo sacaba las cuatro docenas y recibía el dinero y me iba al siguiente puesto.
Al principio me entristecía si no vendía, luego descubrí que entre más veces ofrecía más podía vender. El chiste no era, como en el beisbol, pegarla a todas las pelotas. El chiste, en el fondo, es que estaba aprendiendo.
No eramos los únicos salvadoreños en el Petén. Eramos un ejercito, principalmente los comerciantes que venían de oriente. Los Canales, Bonillas, Umanzor, Reyes, Velasquez. Ellos eran conocidos como la "Mancha brava", y viajaban en sus propios camiones. Nosotros nos afiliábamos a otro ejercito, y nos definíamos como los chalatecos, aunque vivíamos en la ciudad, en la colonia Zacamil; ahí estábamos los Landaverdes, Abrego, Salguero, Fuentes, Palomo. Y había un par de comerciantes que viajaban desde Santa Ana. Todos tenían algo en común, bueno además de la nacionalidad, todos eran de origen rural y muchos eran hijos, nietos de comerciantes. Yo, por ejemplo, tuve un bisabuelo llamado Catarino que viajaba de Chalatenando a Hoduras con su burrito bien cargado, ¿de qué? de todo. Mi abuela también fue comerciante y lo perdió todo en Honduras cuando se dio el conflicto salvadoreño-hondureño. Todas esas historias estaban en mi infancia. También las historias de los otros comerciantes. Un señor gordo y con la piel enrrojecida y con el acento típico de oriente, contaba sus pasadas cuando se agarraba a balazos con la rural de Honduras. Se llamaba Rosalío Canales, pero "dígame Don Chali, cipote". Así que Don Chali no tenía otro tema de conversación, para él todo era negocio y contrabando: Ya he contrabandeado pilas desde México. ¿Pilas? Sí, pilas Rayovac. He jalado "parque" desde Honduras. He tenido 10 bestias bien cargadas. ¿Bestias? Sí, animales de carga.
Como en todo negocio hay envidias y secretos. Había amistades (si es que se les puede llamar así) que se fundaban en la envidia. No obstante en el extranjero es cuando la nacionalidad tiene más sentido, y en las pensiones y cuartuchos en donde dormíamos y coincidíamos, tratábamos de establecer una alianza fraternal. Salíamos a comer. Ellos también llevaban a sus niños: futuros comerciantes o contrabandistas, dependiendo del camino que uno elige. Mis pares en edad.
Los adultos hablaban de negocio y de mujeres. Más que todo de mujeres y se iban a los prostíbulos cercanos. Nosotros, los niños, nos quedábamos jugando y , como sucede con la infancia, nos quedábamos jugando con los niños chapines.
Había aldeas que no tenían electricidad o si tenían era generada por una planta eléctrica que era apagada a las ocho de la noche. Era entonces cuando la noche se volvía insoportable. Soledad y zancudos. Zancudos y soledad. Quemábamos Aután que de nada servía. Parecía que el humo alentaba aún más a los zancudos. No quedaba de otra, más que aguantar. A veces la vida se resume en esa frase.
La ropa limpia rara vez alcanzaba para un viaje de 12 días, por tal razón el hedor a húmedo o sudado era perenne. En ocasiones nos bañábamos en el primer río que veíamos y parábamos de igual forma en los mejores comedores. A veces había carne de venado, de tepezcuintle, de pelibuey. Carnes exóticas, frijoles negros, rimero de tortillas. ¡Qué lujo! Se comía bien.
No había comunicación con mi madre. Era como estar muertos. Bien podríamos morir y la información llegar a las semanas de sucedido el percance. De hecho una vez nos "cocieron a balazos" como dice Roque Dalton. Una banda de pistoleros, famosa por haber asaltado a todos los comerciantes salvadoreños, nos estaban esperando y de no ser porque mi papá tenía una tolerancia demasiada alta al riesgo, no paró y nos dispararon, por fortuna, realmente por fortuna, no lograron matarnos. No exagero, el pickup tenía treinta y ocho orificios de bala. Mal recuerdo para ser un día de navidad. La navidad de mil novecientos noventa.
Estaba claro que con semejante riesgo había que decidir entre seguir y eventualmente morir asesinado o cambiar de negocio.
Se optó por lo segundo y del Petén solamente quedaron cientos de historias de salvadoreños que nadie ha contado. Aunque morir asesinado no iba a ser negociable para mi papá. No quedaba de otra, más que aguantar.
Siempre es grato leer sus historias, lo hago desde el inicio y estoy en el suspenso hasta el final.
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