EL SEÑOR MAQUINA
Mi jefe de ese entonces tenía la apariencia de un cadáver o la de un cuerpo encaminado a serlo muy pronto, algo que de todas formas, más temprano que tarde, todos terminaremos siéndolo, pero en él ya era más que evidente. Inocultable. Parecía estar en etapa de descomposición. Tenía brazos y manos muy largas que no correspondían a su estatura, lo que le daba un toque siniestro, espantoso. Era mi jefe y en el principio de la relación laboral me obligó a ponerme una viñeta en el pecho con mi nombre, que de nada servía, nunca me llamó por mi nombre; nunca me habló, ni mucho menos me sonrió. Pero era mi jefe y de hispano solamente le había quedado el nombre y el apellido. Decía que era anglosajón, pero en realidad era de la raza de los muertos. Como les digo, parecía el residente legal o ciudadano de un cementerio. Pueda que en algún tiempo haya sido rubio, algo que su apellido ponía en duda, pero siempre existía el beneficio cartesiano de la duda. Era posible que haya sido rubio. Quizá, también cabía la posibilidad de que haya sido hispano. Se apellidaba López.
Todas las mañanas mostraba una actitud fresca y hasta simpática, saludaba a todos los compañeros del centro de trabajo; lo hacía en inglés y español. El gran problema, más bien sorpresa, era que nadie le contestaba en ninguno de los dos idiomas. El primer día de trabajo pensé que se debía a una actitud irrespetuosa por parte de los compañeros. No obstante, yo también terminé por no contestarle el saludo. Era lo menos que podía hacer para demostrarle mi total desprecio. Se lo había ganado. Era el jefe y todos lo odiaban. Al menos todos los que todavía estaban vivos y no eran maquinas como él.
Yo no lo sabía, tardé un par de horas en averiguarlo, pero el jefe se transformaba, se convertía, no en un monstruo caricaturesco como Godzilla, aunque casi, se convertía en una máquina. Yo que no soy muy dado a creer en santos ni en superhéroes ni en poderes más allá de los naturales, quedé sorprendido cuando lo vi. Realmente era una maquina metálica, con botones, motores, tornillos, fajas y cables. Dejaba de ser humano y tener sensibilidad. Una compañera de línea tenía mucha sed y el jefe, o la Máquina, ya no sabía cómo decirle, le prohibió ir a tomar agua. Le dijo que la línea no podía interrumpirse por sus necesidades. Se lo prohibió expresamente. Mi compañera que de todas formas se las ingenió para conseguir un poco de líquido, fue sorprendida por la máquina, que también es bien astuta, y encontró la botella y la botó en el basurero, no sin antes echar humo y gritar y advertir que tomar agua estaba prohibido.
Lo que yo no sabía, y que no tardé en darme cuenta, era que, durante la hora de la comida, la maquina iba y ponía tornillos y aceite en la comida de los compañeros. Pero no en la de todos, especialmente lo hacía con aquellos que tenían vocación de ser maquinas, es decir, de ser cadáveres en vida. Como les dije, la maquina no era tonta, era astuta y sabía quién podía y quién no podía ser máquina. Con los días los compañeros también iban transformándose en esa cosa insensible y monstruosa que tragaba aceite quemado y pensaba en números, cifras, resultados, estadísticas, metas, aplausos, condecoraciones a costa de la vida. A trozos grandes de sus vidas.
La Máquina era obsesiva con el tiempo, siempre lo medía en diferentes formas: por hora, por minuto, por lluvia, por calor, etc. Por temporadas. Nos veía a todos los compañeros de trabajo como elementos de la materia prima, como objetos estúpidos que tenían un par de manos, a las que había que pagarles lo menos posible por la mayor cantidad de trabajo. Éramos las manos de la máquina. Éramos lo que la maquina todavía no había podido hacer.
Cuando supe de las intenciones siniestras de la Maquina, tuve cuidado de no caer en ese estado lamentable de muerte. Durante un tiempo lo conseguí, pero terminé cediendo. Cierto día cuando fui al baño (¡Horror!) defequé un tornillo. La máquina se había fijado en mí. Había que tomar una decisión, y de forma inmediata, o seguía siendo un ser humano o daba paso a la metamorfosis metálica y comenzaba también a convertirme en una insensible máquina.
El aumento de salario que había recibido justo el día que defequé el tornillo me complicaba la decisión. Igual no tenía muchas opciones, si renunciaba cómo haría para pagar la renta y la comida. Decidí quedarme, aunque estaría vigilante de que la maquina no volviera a tentarme. Logre mantenerme humano por un par de meses más. Todo iba bien hasta que premiaron a los empleados destacados y yo gané un reloj, y me sentí contento de haberlo ganado y de recibir los aplausos. Lo que no me gustó fue la obligación que me dieron de portarlo siempre. El reloj no solamente marcaba el tiempo, tenía una infinidad de funciones. Me daba órdenes, era la maquina transformada en números. Me pedía aumentos de producción, reducción de costos, ganancias, ganancias y ganancias. Terminé odiándolo, pero el aumento que había recibido gracias a tenerlo me daba una razón de peso para soportarlo.
Llegó otro beneficio. Me entregaron 15 minutos más para tiempo de comida. A cambio de probar una taza de aceite. Acepté y de a poco ya era una máquina insensible.
Todo iba bien hasta que conocí a la Cucaracha, así le apodaban, nunca pregunté por qué. Era un trabajador que no tenía futuro de máquina, estaba simplemente pasando el tiempo, de turista por el trabajo. Parecía que no le importaba el dinero. Nunca hizo una hora extra, ni siquiera un minuto extra. Era la persona más relajada que había visto yo en la vida. Caminaba despacio, llegaba con chancletas de playa, pantalones cortos y camisas desmangadas. Llegaba y se ponía el uniforme, siempre ajado. El día que le reclamé por lo ajado de los pliegues de su camisa y pantalón, me contestó que en la escuela le habían enseñado matemáticas pero no a planchar un pantalón. Luego no dijo más, dio media vuelta y me ignoró. Entonces busqué la forma de hacerle la vida imposible, de que se marchara pronto y que desistiera de seguir. Lo asigné a la línea de producción de mayor movimiento, el pobre infeliz ni siquiera intentó acelerar el paso. Su vida era la tranquilidad.
Tomaba agua y no le importaba hacerlo frente a mí. El resto de compañeros entonces vieron una oportunidad para indisciplinar el centro de trabajo y comenzaron a llevar bebidas. Tomé la decisión de reprender a la Cucaracha y botarle todas las bebidas. De nuevo exigí el cumplimiento de esa norma. ¡No se puede tomar agua en horas laborales! Además agregué que no se podía ir al baño.
Todos respetaron esas disposiciones hasta que sucedió. Fue el día de mayor movimiento, había que entregar una orden que requería una velocidad nunca antes impuesta a los trabajadores. A todos se les veía cansados. Gotas de sudor resbalaban y no paraban. Todos menos la Cucaracha hacían un sobreesfuerzo por cumplir con la orden. De golpe, una las líneas de producción quedó suspendida, algo estaba fallando, era un elemento que no iba al mismo ritmo que los demás, llegué al lugar y, como era de esperar, la lentitud o displicencia de la Cucaracha nos estaba retrasando. Le pedí mayor rapidez y compromiso. La Cucaracha mostró un rostro de no darle importancia a mis palabras y se excusó diciendo que debía ir al baño. Se lo prohibí y le exigí que regresara a la línea. La Cucaracha comenzó a sonreír de manera extraña y me vio fijamente, acto seguido se jaló su cincho y se bajó la bragueta, sacó su pene y comenzó a orinar frente a mí. Sus orines salpicaban mis zapatos. Le grité, le exigí, que dejara de hacer eso porque sería despedido. La Cucaracha sonrió y me dijo que no era necesario porque ya había renunciado. Antes de irse me dijo algo que no había realizado yo hasta ese momento: “Me voy antes de ser una miserable maquina como usted. Todavía estoy vivo, pobre pero vivo ¡Qué disfrute su muerte, Sr. Maquina!”.
Yo era la nueva máquina. Mi jefe Maquina había muerto. Decidí entonces verme en el espejo y (¡horror!) yo también estaba muerto.
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