Las cosas no habían salido bien en Washington D.C., o no como me las había imaginado, nada de vida cultural y aprendizaje urbano. Lo mejor en todo caso sería afirmar que todo había salido mal. Pero no quiero entrar en ese juego del vaso medio lleno o medio vació. De todas formas desde hacía mucho tiempo yo no veía el vaso. Mi único consuelo era la bicicleta y quizá el vino. Sí, la bicicleta y el vino.
El camino se había nublado, en el sentido metafórico de la palabra, y había terminado trabajando como cocinero en uno de los McDonald de la ciudad. Trabajo que por otra parte nunca imagine que fuera tan difícil. Solamente en el primer día me había quemado cinco veces. Cuatro de esas quemaduras habían sido en mi mano derecha (está de más decir que soy diestro) y una en mi mano izquierda. ¡Fue una pesadilla! Una de esas quemaduras se veía realmente espantosa: el pellejo estaba fundido con la piel y con los bellos y en medio una aureola roja que hacía ver la llaga de una forma lamentable. La apariencia poco importaba, el dolor era el insoportable. Ya con los días, como sucede con cualquier dolor, esas quemadas habían quedado reservadas para el olvido o habían sido sustituidas por otras, igualmente dolorosas. Aunque las cicatrices no se iban, quedaban como esos viejos amores o recuerdos de fechas que era mejor olvidar. Luego, para empeorar la percepción del vaso, un dolor en la espalda que tarde o temprano terminaría por resquebrajarme. La falta de un colchón donde reposar me estaba pasando factura. Tenía que buscarme un mejor lugar para descansar. Luego, y para que se den cuenta que el juego del vaso medio lleno realmente no es gracioso, las cucarachas. ¡Ah, por Dios! ¡Las cucarachas! me despertaban a media noche y se pasaban por el rostro o el cuerpo y era la de no dormir. Una peste había invadido la casa donde estaba viviendo y, aunque en el sótano donde yo dormía era el menos afectado, el problema bordeaba los límites de lo real y humano y aceptable. Además el transporte que era muy eficiente en toda la ciudad tenía la particular característica de no serlo en ese vecindario. En algunas ocasiones la espera en la parada de autobuses tardaba, y con mucha suerte, una hora. Una hora en la que uno tenía que aguantar el frío o el calor y, más importante, a uno mismo. Entonces decidí reparar la vieja bicicleta que me acompañaba y pedalear los veinte kilómetros de distancia entre el cuarto y el trabajo. Y debo de confesar que fue una buena decisión. Además de ahorrarme el costo del transporte, me lo pasaba muy bien.
Pero en uno de esos inolvidables días, además de las quemadas, el dolor en la espalda y el desvelo por las cucarachas, una tormenta, no en el sentido metafórico, sino en el sentido meteorológico de la palabra, se anunciaba a lo lejos y no daba espacio a la esperanza. Tendría que buscar un lugar para refugiarme del aguacero.
Durante la época de julio y agosto en Washington D.C. caen unas tormentas que cualquier expectativa que uno tiene del fin del mundo, o las señales que anuncian el fin, bien podrían cumplirse a cabalidad con las nubes oscuras y la violencia del viento que levanta o quiebra de todo a su paso. En definitiva, es un espectáculo aterrador de la naturaleza. Ese era el cuadro a esa hora en la ciudad.
Con la idea clara que tendría que buscar un refugio, encontré una pescadería en la zona negra de la ciudad, es decir, la zona con mayor asentamiento afroamericano de la ciudad, y logré ingresar justo en el momento en el que se desató el fuerte aguacero. Realmente no era una pescadería, o sí, o también. Bueno, les explico: en el lugar vendían pescado fresco o si el cliente prefería también se lo cocinaban y además vendían cervezas y tragos. El lugar era atendido por un señor delgado, alto, moreno, con el cabello bien recortado y la barba también, además usaba un bigote que le daba la apariencia al exjugador de los San Antonio Spurs David Robinson, tenía a simple vista un porte militar o en todo caso transpiraba disciplina militar. Me preguntó por mi orden. Sin mayores opciones, no por el menú sino por mi vegetarianismo, pedí unas papas fritas. El moreno entonces me vio como lamentándose de mi decisión y volvió a preguntarme por mi orden. Conteste una vez más que solamente quería papas fritas. Luego se acercó otro tipo, está demás decir que moreno también, y me vio como quién ve a un turista perdido y lo lamentó. Por mi parte sabía que no estaba generando ningún problema. Estaba aguantando el aguacero que no debía de tardarse más de media hora. Pero no fue así. La tormenta se dilató tanto que por más lentitud que empleé para comer las papas no disminuía en intensidad. Entonces me atreví a preguntar por el precio de los tragos. El tipo moreno vestido con ropa bastante floja y que además tenía pinta de cantante de regué o practicante rastafari y que tomaba un trago muy cerca de mí dijo que dependía de qué quería tomar. ¡Quiero wiski! le dije sin pensarlo tanto con un inglés que delataba mi procedencia, sin especulación a la duda, que era hispano. Aunque esa ya había sido delatada de entrada con la bicicleta etiquetada con calcomanías de El Salvador. ¿Cuánto quieres pagar? Me preguntó el moreno que tomaba en la barra. Asumí por cómo me preguntaba que era el encargado o el dueño del lugar. Algún trago que no cueste más de cinco dólares le dije. ¡Tienes suerte! Esta noche tenemos los tragos de wiski Deward a dos por diez dólares. ¿Los quieres? Me preguntó en un tono de voz que más parecía que me estaba retando. Entonces acepté y la conversación comenzó a dar señales de transcurrir por esos diálogos que los desconocidos suelen emplear para conocerse ¿De dónde eres? ¿Qué haces? ¿Desde cuándo vives en D.C.? etc y etc. El tipo, efectivamente, era el dueño de la pescadería y era originario de Trinidad y Tobago. Me contó que formaba parte de la tercera generación de cocineros en su familia y que los trabajadores eran sus hermanos. El tipo alto se llama Vincent, me dijo y señaló al cocinero de semblante militar, luego señaló a una chica un poco rechoncha, ella es Ranisha, mi hermana. Entonces había llegado la hora de pedir la otra promoción, más que por la conversación era por la tormenta que no daba señales de mejorar, por el contrario, las ramas caídas de los árboles se veían correr con la marejada de agua que circulaba frente a la pescadería. Afuera era un caos. Adentro, gracias al wiski y a las papas fritas y a la conversación, el ambiente podría titularse de agradable. Me llamo Cliff Morgan, me dijo el moreno que ya para ese momento soltaba unas carcajadas incontrolables, a veces pensaba que sus risas se debían a una broma o una burla, pero no era así, era su forma de reír. Un escándalo completo.
Cuando di mi versión existencial las risas fueron en aumento ¿Trabajas en un McDonald? Preguntó antes de ponerse a reír. ¿Pero qué haces ahí? Esos trabajos ya no son trabajos. ¡Te explotan, hermano! Yo entonces di un trago fuerte al wiski y asentí y le mostré mis brazos: ¡Sí! Mira estas son quemadas y cicatrices. Cliff se soltó en una carcajada todavía más escandalosa y gritó: ¡Vincent! ¡Vincent! ¡Ven para acá, muchacho! Muéstrale tus cicatrices a este hermano. Vincent se acercó y hasta entonces mostró una sonrisa de burla y mostró sus brazos: tenía unas enormes cicatrices como si un niño había jugado con plastilina en sus brazos. Ves a este negro todo quemado y mírame a mí. Cliff mostró sus brazos, muy parecidos a los de su hermano, no en temas genéticos sino en cicatrices. Yo también me he quemado, dijo Cliff, pero nunca les he regalado mi trabajo a esos malditos. ¡Oh, no! ¡Nunca más! Nunca más mi familia será esclava de esos hombres blancos. Mis cicatrices son para mi familia. Ningún blanco se volverá a quedar con mi trabajo. ¿No te das cuenta que te esclavizan?
Ya no podía permitirme pedir una tercera promoción, si las cuentas no me fallaban llevaba gastados veinticinco dólares. Además como ciclista debía respetar las mismas reglas que los conductores: Si toma no maneje o, en mi caso, no pedalee .Era el momento de despedirme, aunque la lluvia no se había alejado del todo y seguía pringando ya se observaban algunos peatones que poblaban las aceras. Pedí la cuenta y me despedí de los morenos. Cliff me recordó que todos los martes estaba la promoción del wiski.
Pagué y tomé la bicicleta y salí a pedalear en medio de los cientos de ramas caídas por la ciudad. Parecía que todo el mundo salía de los refugios y comenzaba de nuevo el camino de regreso a sus hogares. Ya era tarde pero el servicio del metro todavía corría con normalidad. Medité desistir de la pedaleada y mejor abordar uno de los trenes. Busqué la estación cercana, cargué la bicicleta pero me había gastado todo el dinero en la pescadería. Los dos dólares que había dejado de propina eran mis últimos de la cartera. Ni modo, había que pedalear 15 kilómetros.
El camino de regreso a casa estaba precedido de pequeños ascensos, que vistos por la mañana eran una bendición, un poco como el vaso medio lleno o medio vació, dependía de la dirección en la que me dirigía en la colina, si era para abajo una belleza, para arriba un desgaste.
Bajo condiciones normales, de día y sin lluvia y sin wiskis, el recorrido tardaba 45 minutos, pero a las diez de la noche y con pringas y con wiskis, había que ser precavido, hasta que sucedió: Se ponchó la llanta trasera y , aunque andaba las herramientas, no andaba tubo de repuesto y ya no tenía parches en la caja de parches, era como andar sin llanta de repuesto y que se te ponche. No había mucho que meditar, tampoco se puede pedir servicio de asistencia. Comencé a empujar la bicicleta y para adornar mejor el paisaje, una vez más, la lluvia. Como aquella canción de Joaquín Sabina que dice:…Y me dieron las diez y la once, las doce y la una y las dos y las tres. Se me hizo una noche muy larga empujando la bicicleta debajo de aquel aguacero. Una de las formas más divertidas para entretenerme siempre ha sido repetir poemas, no recitar, repetir o gritar poemas al aire. Eso hice. Comencé a gritar poemas a la noche, a los autos, a los árboles, a la lluvia, a la poesía. Es posible que haya enloquecido como aquella escena del teniente Dan retando a Dios en la película de Forrest Gump. En mi caso Dios era la poesía y me burlaba de ella, le mostraba mis quemadas, la soledad, la bicicleta, la lluvia, mi cartera.
Cualquiera, y es comprensible que pensaran así, podrían creer que yo estaba loco: un ciclista empujando su bicicleta y a media noche y debajo de la tormenta y además gritando quién sabía qué cosas.
Realmente yo no sabía, o no quería ponerme a observar y desmarañar las líneas del laberinto que me habían llevado a cruzar la línea divisoria entre Washington D.C. y Maryland y quizá también cruzar la línea divisoria entre la cordura y la locura. Algunos autos me subían las luces, otros simplemente disminuían la velocidad al verme. Yo seguía gritando, fiel a la poesía:
Alta hora de la noche
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendrá la muerte y el reposo.
Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
sería el tenue faro buscado por mi niebla.
Cuando sepas que he muerto di sílabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.
No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio.
No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre,
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.
No sé exactamente a qué horas regresé al sótano dónde dormía, puede que a la una o dos de la mañana. No importaba. Tampoco importaban las cucarachas. Ya todo estaba dicho. La poesía y yo ya no nos debíamos nada. Parafraseé a Nervo y dije: ¡Poesía, nada me debes! ¡Poesía, estamos en paz!
A la mañana siguiente sin posibilidad de reparar la bici había que tomar el autobús para esclavizarme por ocho horas más. Ocho horas más. No obstante ese día me fui con la certeza que quizá no era del todo cierto que no estaba aprendiendo nada en Washington D.C.
El camino se había nublado, en el sentido metafórico de la palabra, y había terminado trabajando como cocinero en uno de los McDonald de la ciudad. Trabajo que por otra parte nunca imagine que fuera tan difícil. Solamente en el primer día me había quemado cinco veces. Cuatro de esas quemaduras habían sido en mi mano derecha (está de más decir que soy diestro) y una en mi mano izquierda. ¡Fue una pesadilla! Una de esas quemaduras se veía realmente espantosa: el pellejo estaba fundido con la piel y con los bellos y en medio una aureola roja que hacía ver la llaga de una forma lamentable. La apariencia poco importaba, el dolor era el insoportable. Ya con los días, como sucede con cualquier dolor, esas quemadas habían quedado reservadas para el olvido o habían sido sustituidas por otras, igualmente dolorosas. Aunque las cicatrices no se iban, quedaban como esos viejos amores o recuerdos de fechas que era mejor olvidar. Luego, para empeorar la percepción del vaso, un dolor en la espalda que tarde o temprano terminaría por resquebrajarme. La falta de un colchón donde reposar me estaba pasando factura. Tenía que buscarme un mejor lugar para descansar. Luego, y para que se den cuenta que el juego del vaso medio lleno realmente no es gracioso, las cucarachas. ¡Ah, por Dios! ¡Las cucarachas! me despertaban a media noche y se pasaban por el rostro o el cuerpo y era la de no dormir. Una peste había invadido la casa donde estaba viviendo y, aunque en el sótano donde yo dormía era el menos afectado, el problema bordeaba los límites de lo real y humano y aceptable. Además el transporte que era muy eficiente en toda la ciudad tenía la particular característica de no serlo en ese vecindario. En algunas ocasiones la espera en la parada de autobuses tardaba, y con mucha suerte, una hora. Una hora en la que uno tenía que aguantar el frío o el calor y, más importante, a uno mismo. Entonces decidí reparar la vieja bicicleta que me acompañaba y pedalear los veinte kilómetros de distancia entre el cuarto y el trabajo. Y debo de confesar que fue una buena decisión. Además de ahorrarme el costo del transporte, me lo pasaba muy bien.
Pero en uno de esos inolvidables días, además de las quemadas, el dolor en la espalda y el desvelo por las cucarachas, una tormenta, no en el sentido metafórico, sino en el sentido meteorológico de la palabra, se anunciaba a lo lejos y no daba espacio a la esperanza. Tendría que buscar un lugar para refugiarme del aguacero.
Durante la época de julio y agosto en Washington D.C. caen unas tormentas que cualquier expectativa que uno tiene del fin del mundo, o las señales que anuncian el fin, bien podrían cumplirse a cabalidad con las nubes oscuras y la violencia del viento que levanta o quiebra de todo a su paso. En definitiva, es un espectáculo aterrador de la naturaleza. Ese era el cuadro a esa hora en la ciudad.
Con la idea clara que tendría que buscar un refugio, encontré una pescadería en la zona negra de la ciudad, es decir, la zona con mayor asentamiento afroamericano de la ciudad, y logré ingresar justo en el momento en el que se desató el fuerte aguacero. Realmente no era una pescadería, o sí, o también. Bueno, les explico: en el lugar vendían pescado fresco o si el cliente prefería también se lo cocinaban y además vendían cervezas y tragos. El lugar era atendido por un señor delgado, alto, moreno, con el cabello bien recortado y la barba también, además usaba un bigote que le daba la apariencia al exjugador de los San Antonio Spurs David Robinson, tenía a simple vista un porte militar o en todo caso transpiraba disciplina militar. Me preguntó por mi orden. Sin mayores opciones, no por el menú sino por mi vegetarianismo, pedí unas papas fritas. El moreno entonces me vio como lamentándose de mi decisión y volvió a preguntarme por mi orden. Conteste una vez más que solamente quería papas fritas. Luego se acercó otro tipo, está demás decir que moreno también, y me vio como quién ve a un turista perdido y lo lamentó. Por mi parte sabía que no estaba generando ningún problema. Estaba aguantando el aguacero que no debía de tardarse más de media hora. Pero no fue así. La tormenta se dilató tanto que por más lentitud que empleé para comer las papas no disminuía en intensidad. Entonces me atreví a preguntar por el precio de los tragos. El tipo moreno vestido con ropa bastante floja y que además tenía pinta de cantante de regué o practicante rastafari y que tomaba un trago muy cerca de mí dijo que dependía de qué quería tomar. ¡Quiero wiski! le dije sin pensarlo tanto con un inglés que delataba mi procedencia, sin especulación a la duda, que era hispano. Aunque esa ya había sido delatada de entrada con la bicicleta etiquetada con calcomanías de El Salvador. ¿Cuánto quieres pagar? Me preguntó el moreno que tomaba en la barra. Asumí por cómo me preguntaba que era el encargado o el dueño del lugar. Algún trago que no cueste más de cinco dólares le dije. ¡Tienes suerte! Esta noche tenemos los tragos de wiski Deward a dos por diez dólares. ¿Los quieres? Me preguntó en un tono de voz que más parecía que me estaba retando. Entonces acepté y la conversación comenzó a dar señales de transcurrir por esos diálogos que los desconocidos suelen emplear para conocerse ¿De dónde eres? ¿Qué haces? ¿Desde cuándo vives en D.C.? etc y etc. El tipo, efectivamente, era el dueño de la pescadería y era originario de Trinidad y Tobago. Me contó que formaba parte de la tercera generación de cocineros en su familia y que los trabajadores eran sus hermanos. El tipo alto se llama Vincent, me dijo y señaló al cocinero de semblante militar, luego señaló a una chica un poco rechoncha, ella es Ranisha, mi hermana. Entonces había llegado la hora de pedir la otra promoción, más que por la conversación era por la tormenta que no daba señales de mejorar, por el contrario, las ramas caídas de los árboles se veían correr con la marejada de agua que circulaba frente a la pescadería. Afuera era un caos. Adentro, gracias al wiski y a las papas fritas y a la conversación, el ambiente podría titularse de agradable. Me llamo Cliff Morgan, me dijo el moreno que ya para ese momento soltaba unas carcajadas incontrolables, a veces pensaba que sus risas se debían a una broma o una burla, pero no era así, era su forma de reír. Un escándalo completo.
Cuando di mi versión existencial las risas fueron en aumento ¿Trabajas en un McDonald? Preguntó antes de ponerse a reír. ¿Pero qué haces ahí? Esos trabajos ya no son trabajos. ¡Te explotan, hermano! Yo entonces di un trago fuerte al wiski y asentí y le mostré mis brazos: ¡Sí! Mira estas son quemadas y cicatrices. Cliff se soltó en una carcajada todavía más escandalosa y gritó: ¡Vincent! ¡Vincent! ¡Ven para acá, muchacho! Muéstrale tus cicatrices a este hermano. Vincent se acercó y hasta entonces mostró una sonrisa de burla y mostró sus brazos: tenía unas enormes cicatrices como si un niño había jugado con plastilina en sus brazos. Ves a este negro todo quemado y mírame a mí. Cliff mostró sus brazos, muy parecidos a los de su hermano, no en temas genéticos sino en cicatrices. Yo también me he quemado, dijo Cliff, pero nunca les he regalado mi trabajo a esos malditos. ¡Oh, no! ¡Nunca más! Nunca más mi familia será esclava de esos hombres blancos. Mis cicatrices son para mi familia. Ningún blanco se volverá a quedar con mi trabajo. ¿No te das cuenta que te esclavizan?
Ya no podía permitirme pedir una tercera promoción, si las cuentas no me fallaban llevaba gastados veinticinco dólares. Además como ciclista debía respetar las mismas reglas que los conductores: Si toma no maneje o, en mi caso, no pedalee .Era el momento de despedirme, aunque la lluvia no se había alejado del todo y seguía pringando ya se observaban algunos peatones que poblaban las aceras. Pedí la cuenta y me despedí de los morenos. Cliff me recordó que todos los martes estaba la promoción del wiski.
Pagué y tomé la bicicleta y salí a pedalear en medio de los cientos de ramas caídas por la ciudad. Parecía que todo el mundo salía de los refugios y comenzaba de nuevo el camino de regreso a sus hogares. Ya era tarde pero el servicio del metro todavía corría con normalidad. Medité desistir de la pedaleada y mejor abordar uno de los trenes. Busqué la estación cercana, cargué la bicicleta pero me había gastado todo el dinero en la pescadería. Los dos dólares que había dejado de propina eran mis últimos de la cartera. Ni modo, había que pedalear 15 kilómetros.
El camino de regreso a casa estaba precedido de pequeños ascensos, que vistos por la mañana eran una bendición, un poco como el vaso medio lleno o medio vació, dependía de la dirección en la que me dirigía en la colina, si era para abajo una belleza, para arriba un desgaste.
Bajo condiciones normales, de día y sin lluvia y sin wiskis, el recorrido tardaba 45 minutos, pero a las diez de la noche y con pringas y con wiskis, había que ser precavido, hasta que sucedió: Se ponchó la llanta trasera y , aunque andaba las herramientas, no andaba tubo de repuesto y ya no tenía parches en la caja de parches, era como andar sin llanta de repuesto y que se te ponche. No había mucho que meditar, tampoco se puede pedir servicio de asistencia. Comencé a empujar la bicicleta y para adornar mejor el paisaje, una vez más, la lluvia. Como aquella canción de Joaquín Sabina que dice:…Y me dieron las diez y la once, las doce y la una y las dos y las tres. Se me hizo una noche muy larga empujando la bicicleta debajo de aquel aguacero. Una de las formas más divertidas para entretenerme siempre ha sido repetir poemas, no recitar, repetir o gritar poemas al aire. Eso hice. Comencé a gritar poemas a la noche, a los autos, a los árboles, a la lluvia, a la poesía. Es posible que haya enloquecido como aquella escena del teniente Dan retando a Dios en la película de Forrest Gump. En mi caso Dios era la poesía y me burlaba de ella, le mostraba mis quemadas, la soledad, la bicicleta, la lluvia, mi cartera.
Cualquiera, y es comprensible que pensaran así, podrían creer que yo estaba loco: un ciclista empujando su bicicleta y a media noche y debajo de la tormenta y además gritando quién sabía qué cosas.
Realmente yo no sabía, o no quería ponerme a observar y desmarañar las líneas del laberinto que me habían llevado a cruzar la línea divisoria entre Washington D.C. y Maryland y quizá también cruzar la línea divisoria entre la cordura y la locura. Algunos autos me subían las luces, otros simplemente disminuían la velocidad al verme. Yo seguía gritando, fiel a la poesía:
Alta hora de la noche
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendrá la muerte y el reposo.
Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
sería el tenue faro buscado por mi niebla.
Cuando sepas que he muerto di sílabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.
No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio.
No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre,
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.
No sé exactamente a qué horas regresé al sótano dónde dormía, puede que a la una o dos de la mañana. No importaba. Tampoco importaban las cucarachas. Ya todo estaba dicho. La poesía y yo ya no nos debíamos nada. Parafraseé a Nervo y dije: ¡Poesía, nada me debes! ¡Poesía, estamos en paz!
A la mañana siguiente sin posibilidad de reparar la bici había que tomar el autobús para esclavizarme por ocho horas más. Ocho horas más. No obstante ese día me fui con la certeza que quizá no era del todo cierto que no estaba aprendiendo nada en Washington D.C.
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