Sin Domicilio

El avión había tenido problemas para aterrizar en Tijuana y tuvieron que desviarlo a Mexicali. Todos los pasajeros, como era de esperar, no protestamos; lo hicimos hasta que el avión hubo aterrizado. La explicación dada por el capitán básicamente descargaba la responsabilidad en las autoridades aeroportuarias de Tijuana: "Estaremos en Mexicali 30 minutos" dijo el capitán. El tiempo de espera fue de más de dos horas. En esa época nunca había estado preso, lo más cercano había sido esa tarde en el avión. Fue desesperante ver el desierto desde la ventana. Una vez resuelto el inconveniente estábamos de nuevo volando a Tijuana; 25 minutos después habíamos aterrizado. Yo tenía prisa, todos teníamos prisa, por eso no tardamos en salir. Un oficial de migración comenzó a detener a personas de forma aleatoria. Yo pasé de largo.

No llevaba maleta únicamente mi mochila, de todas formas antes de abandonar el aeropuerto un militar me llamó haciendo señas con las manos y pidió que pasara la mochila por los rayos X. Fue rápido y me dijo que podía irme, yo le dije gracias, entonces escucho mi acento: ¿Eres mexicano? No, le dije. Tus documentos me dijo con un tono mucho más serio. Se los entregué; los revisó y me volvió a decir que podía irme. Yo volví a decirle gracias. Salí del aeropuerto y hacía mucho calor; de ese calor seco del desierto. Era mi primera vez en Tijuana y además estaba hambriento. Pasé a un OXXO que estaba fuera del aeropuerto; pedí un burrito de asada y tomé una Coca-Cola. Pregunté a la empleada del lugar la mejor forma de llegar a línea; me dijo que podía tomar un taxi o bien el autobus o lo más fácil cruzar por la pasarela que estaba justo en el aeropuerto y utilizar el servicio Cross Border: "eso te cuesta como veinte dólares y es lo más fácil; no tienes que hacer la línea" me explicó mientras me cobraba una cajetilla de cigarrillos. Se lo agradecí y para evitarme riesgos, preferí tomar la pasarela y pagar por el servicio Cross Border que básicamente era una pasarela que conectaba el aeropuerto de Tijuana con la frontera de Estados Unidos; Ya en el otro lado presenté mis documentos y el oficial solamente preguntó: what's you bring back? Le dije que nada, me dejó pasar.

 Ya en suelo gringo que era el mismo suelo del otro lado, aunque más limpio, se me acercó un tipo bajo de estatura y con mucho sobrepeso que me preguntó: ¿Güero vas para Los Ángeles? No quise contestarle porque a primera vista no me inspiró confianza. Yo te llevo me volvió a decir. Le pregunté qué por cuánto, me dijo que por veinte dólares. Prendí un cigarrillo y le dije que no me interesaba. Vámonos, Güero, me volvió a decir, te voy a llevar por quince. No era de los que creían en el destino o en la buena o mala suerte, ya para ese tiempo también me había liberado de dios, simplemente me dejaba llevar y vivía el tiempo que me tocaba. Pegué un largo y profundo jalón al cigarrillo. Acepté la oferta, y con eso estaba aceptando el destino. Aunque no creyera en él.
Mi madre había muerto la semana anterior, era lo último que me ataba a El Salvador. Por mí, y desde hacía mucho tiempo, todos, absolutamente todos los habitantes del país podrían irse mucho a la chingada como decían mis compañeros mejicanos; mis compañeros salvadoreños decían que se podían ir mucho a la mierda. Yo prefería mandarlos a la chingada. Yo me había ido a la chingada hacía diez años; mis tíos y primos hacía más tiempo; todos parecían que estábamos huyendo de allá, y con justa razón, ese país no tenía nada que ofrecernos más que muerte en todas sus formas. Yo sé que todos nos vamos a morir tarde o temprano, pero morir asesinado o desmembrado como sucedía allá, no era lo que buscaba. La verdad, el país nunca me importó. Siempre crecí creyendo que mi destino estaba fuera de allá. Iba al cine y veía aquellas películas de Hollywood o las series de televisión que me hacían querer vivir en otra parte menos en San Salvador.

Estados Unidos tampoco es lo que nos pintan, pero bien que mal se pasa mejor que allá. Yo no era feliz en El Salvador. No era feliz en ninguna parte.  No recordaba episodios largos de felicidad, a lo sumo una mañana o una tarde, una hora o una media hora, por lo demás siempre viviendo con esa incomodidad con la que ya me acostumbré a vivir.
Meño me convenció y lo acompañé hasta su auto, realmente era una camioneta de esas minivans color blanco. Súbete, Güero, me dijo mientras trataba de ayudarme con mi maleta de mano. Subí y dentro estaban otras personas. Los saludé y tomé asiento. Meño dijo que volvería enseguida. Preferí bajar y encender otro cigarrillo. Al día siguiente estaría a esa misma hora viendo desde lo alto de una montaña el océano pacífico y las playas de Malibú; no es que fuera millonario; estaba lejos de serlo, era empleado, un empleado de salario mínimo, de un laboratorio ubicado justo en lo alto de una montaña y mi oficio en la vida, para lo que había nacido hasta esa edad, era limpiar de manera impecable 43 inodoros de los “Laboratorios California Tech”. Sí, limpiaba la mierda de los gringos y sobre todo de todo la de los chinos que ya eran mayoría. Las diferencias étnicas no se distinguían en los excrementos. A veces pensaba en las clases de bachillerato cuando el profesor nos explicó lo que era una metáfora. Esa mierda era una metáfora.

El trabajo no era tan duro. Era aburrido pero yo me aburro con facilidad. Todos los días la misma rutina. Sin variación, sin sobresaltos. Limpiar 43 inodoros en el horario de las  cuatro de la tarde hasta la medianoche. A las nueve era el break para comer.
Al terminar el cigarrillo subí de nuevo a la camioneta y en eso llegó Meño con una señora que arrastraba una pesada bolsa de mimbre. Se subieron a la van y entonces comenzó aquel viaje del que no pude escapar.

Para donde vas exactamente, Guero? Pregunto Meño. Le dije que iba cerca de las calles Expositions y Western.

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