Rufus

Todo había sido breve; sucedió como buena muerte en a penas un segundo. El niño no se dio cuenta, por suerte estaba dormido, Dean, su padre, No; fue por él que Rufus, la mascota, salió a la calle y el carro de un vecino lo golpeó, lo arrastró, hasta prácticamente dejarlo sin esperanza de vida. El accidente no podía haber caído en peor época, pero ¿Cuándo cae un accidente en una buena época? Era un día antes de navidad, y Rufus era más que una mascota para el hijo de Dean; el único hijo. Dean corrió con la esperanza y la agonía de que Rufus aguantara el golpe; Rufus temblaba, exhalaba grumos de sangre sobre su pelaje blanco; Dean quiso levantarlo, Rufus pegó un fuerte suspiro, acto seguido dejó de temblar y todo fue quietud. Había muerto. El vecino se bajó del auto y con cara de espanto se acercó a Dean y quiso explicar su lamento. Dean no supo que decir, por eso no dijo nada y levantó el cuerpo de Rufus. Ahora vendría lo más difícil, comunicarle al pequeño Ernest el accidente. Eso sería terrible. Rufus era su mascota protectora, con quién jugaba en el jardín y con quien había crecido. Rufus recién había cumplido 8 años, el pequeño Ernest acababa de cumplir 9 años. Lo mejor sería comunicar la noticia más tarde. No le dijo nada a su esposa. Dean no tuvo valor. Metió el cuerpo de Rufus en una bolsa plástica y lo llevó a su auto. Manejó sin dirección al menor por 15 minutos. A él también le dolía la muerte de Rufus, pero solo es un animal, pensaba, y trataba de exhalar. Ese día habría cena en casa y llegaría la familia; se destaparían los regalos y todo debería ser alegría. Pero la alegría se había ido. Solo es un perro, seguía pensando Dean. Manejó fuera de la ciudad y encontró un terreno con muchos arboles y larga barranca. Aquí será, pensó. Abrió el baúl del auto, tomó la bolsa y en ese momento sonó su teléfono. Era su esposa, Susan, que le preguntaba a dónde andaba y si Rufus estaba con él. Dean contestó que ya regresaría, también dijo que Rufus andaba con él. De vuelta su atención en la barranca comenzó a llorar. Realmente se sentía triste, pero no acertaba a comprender si era por Rufus o por su hijo. Se le aparecían recuerdos de los ladridos de Rufus y su loca forma de correr por toda la casa. Eso solo un perro, volvía a decirse. Exhaló y aventó lo más lejos posible el cuerpo. Se había desprendido del cuerpo pero no del dolor. Ahora comenzaba el regreso. 

Dean pensó en ir a una tienda de mascotas y comprar otro perro e inventarle una historia al pequeño Ernest. Eso sería terrible, pensaba y se tomaba el cabello. Tomó el teléfono y habló con Susan y contó sin mucho detalle lo sucedido. Susan, como era de esperar, también entristeció y comenzó a llorar. Dean trató de consolarla y le pidió alternativas, realmente le preguntó ¿Qué hacemos? Susan dijo no saber qué hacer. Dean le propuso lo de la tienda de mascotas. Susan de entrada lo rechazó. Le dijo que era una mala idea. Dean quería salvarle al menos la cena navideña al pequeño Ernest. Quería, como buen padre, evitarle el dolor a su hijo. Luego pensó que la vida era así, de golpe podía ponerse cruel sin pensar en fiestas o épocas de vacaciones o regalos. AL final esa  es una constante de la vida, pensó, y yo no podré estar siempre a la par del pequeño Ernest evitándole el dolor. Dean exhaló y regresó a casa. Iba convencido de hablar con el pequeño Ernest. Parqueó el auto fuera de casa, caminó al lugar del accidente y todavía había rastros de sangre; Rufus dominaba el pensamiento de Dean. Rufus estaba por todas partes, desde la brisa, el sol, la nubes. Sí antes Rufus ocupaba algún tiempo en la vida de Dean, en ese momento Rufus dominaba todo el tiempo. 


Dean ingresó a la casa sin hacer mucho ruido. Desde el comedor se escuchaba la voz del pequeño Ernest. Dean iba resuelto a comunicar la noticia, cuando se dio cuenta que estaba llorando, realmente estaba llorando, así que deció volver al baño; en el espejo observó su rostro y sus lagrimas. Volvió a exhalar y siguió pensando en que Rufus solamente era un perro. De nuevo se acercó al comedor, ingresó, saludó con un beso a Susan y abrazó con todas sus fuerzas al pequeño Ernest. Susan no podía ocultar la tristeza, Dean mucho menos, el pequeño Ernest en cambio estaba tan sonriente, tan lleno de espíritu navideño a la espera de la cena y los regalos. Era curioso, pero no se había dado cuenta de la ausencia de Rufus.  Dean volvió a dudar; Susan percibió la duda y quiso ayudar y preguntó por Rufus. El pequeño Ernest comprendió que había olvidado por completo a su mascota, y preguntó por ella. Dean volvió a exhalar y se acercó a su hijo, pensó en la cantidad de este tipo de noticias que recibiría el pequeño Ernest a lo largo de su vida. Esto duele, pensó, pero se lo tengo que decir. Dean comenzó a contar una historia en la que hablaba de un reino de los perros al que todos, absolutamente todos los perros del mundo, regresarían para habitar en ese reino; llegado cierto tiempo, dijo Dean, hay perros que se convierten en reyes y viven en un palacio junto a toda su familia. ¿Conociste la familia de Rufus? preguntó Dean al pequeño Ernest; la familia somos nosotros contestó el pequeño; No dijo Dean; Rufus tiene padres y hermanos. Rufus tiene un hogar. El pequeño Ernest asintió y dijo: este el hogar de Rufus. Dean no sabía como terminar el cuento, pero de ese final dependía el grado de dolor que provocaría en su hijo. No, dijo, Dean. Tu familia somos nosotros, yo, tu mamá y tú. Nadie más. No, contestó el pequeño Ernest, y preguntó: por que tenemos esa foto en donde salimos nosotros junto con Rufus. Dean, volvió a exhalar. No había que dar tanta vuelta, por eso dijo: Rufus se fue. Rufus ha vuelto con su familia. Nosotros no somos su familia. El pequeño Ernest volvía a ver a Susan y Dean queriendo comprender lo que se le estaba diciendo. No lo comprendió y por eso preguntó si ya faltaba poco para destapar los regalos. Sí, dijo Dean. Ya falta poco.

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