347 Perdido en Angola
Todo parecía en calma desde la costa, el dolor ya había pasado, o eso creía, cómo aquellas tormentas en el atlantico Norte. El recuerdo de Arantxa seguía estando presente. Mario había llorado en todo ese viaje a África. Había pasado noches completas sin dormir en el camarote; de dar vueltas y vueltas en la cama y con los recuerdos. Sueños y pesadillas. El capitán ya se lo había advertido: "el amor es incompatible con este oficio".
Sí los puertos europeos estaban llenos de luz y esplendor, los africanos no ayudaban a curar la herida. Bilbao había pasado factura, fractura, más bien Arantxa. Pero ella no tenía la culpa. Había sido sincera.
Sí los puertos europeos estaban llenos de luz y esplendor, los africanos no ayudaban a curar la herida. Bilbao había pasado factura, fractura, más bien Arantxa. Pero ella no tenía la culpa. Había sido sincera.
En esa semana en la que tuvieron que reparar el barco, parecía que toda la vida se había resuelto; parecía que toda su existencia, desde la pobreza en El Salvador, hasta su falta de educación y condición de marinero mercante, no importaban para el amor. Creyó verse entrar a una de esas iglesias europeas por las que había pasado; se veía con el traje de novio a punto de casarse. Todo era ilusión con Mario. Arantxa no pensaba igual. Para ella, en el fondo, significaba conocer a alguien diferente, alguien del trópico, con quien pasar unos días, y nada más. Lo invitó a su casa, le presentó a su familia e incluso lo llevó a una playa nudista. Mario que estaba acostumbrado a ser el que controlaba los tiempos de las relaciones, había sido asaltado, sorprendido, no solo por la belleza sino por el control de Arantxa. Creyó, en el fondo, que estaba enamorado, pero realmente lo que sentía cubierta era su falta de afecto materno. Mario creció con su padre únicamente y nunca conoció a su madre, de la que tenía malas referencias. Su padre le decía que era una prostituta. El creció creyendo esa versión. Además era la única. Al final de esa semana Mario le comunicó al capitán que se quedaría en Bilbao; el capitán acostumbrado a escuchar las estupideces de su tripulación se sirvió un trago de wiskey y le sirvió uno a Mario. Mario le dijo que hablaba en serio; el capitán se sonrió y le deseo suerte. Mario corrió al apartamento donde vivía Arantxa y le dijo con mucha ilusión que se quedaría a vivir en Bilbao. Ella se sorprendió con la noticia y sin guardar consideraciones le dijo que no lo hiciera; le pidió que no lo hiciera, o en todo caso que no lo lo hiciera por ella. Mario le dijo que estaba enamorado. Arantxa se sorprendió más y le recordó a Mario que era marinero y que debía irse. Mario insistió. Arantxa entonces le hizo ver que ella era una prostituta. Mario, producto de su ignorancia tropical, no lo había percibido y estaba lejos de intuirlo. Arantxa le pidió que se saliera del apartamento y que si iba a quedarse en Bilbao, por favor, y así se lo repitió, por favor, que no la buscara. Mario regresó al barco. Era el último día de diciembre, que en la cultura occidental significa que es el último día del año. El barco saldría el siguiente día de Bilbao a las tres de la madrugada. Sin tener seguridad de qué hacer, Bilbao se transformó de una hora para otra, en la peor ciudad en la que hubiese estado. Ya no había nada en el aire, en las construcciones, en las calles. Ya no había magia. Entonces Mario buscó de nuevo el único lugar que le podía dar un poco de seguridad: El barco alemán.
El capitán no tuvo reparo en aceptarlo de nuevo, no le reprochó nada. Pero el flaco Valdibia si se lo tomó a broma y comenzó con su pesado humor a burlarse.
Mario se emborachó en solitario, subio a la cubierta y vio como el barco se alejaba de Bilbao. El aire era frío y afilado, quemaba, de no haber sido por el wiskey pude haber sido insufrible. Daba inicio esa larga noche, interminable noche en la que se que vive el olvido.
El paso por el puerto de Monrovia había sido un desastre, los problemas con el flaco Valdibia habían terminado en una fuerte pelea y amonestación del capitán, además de un par de moretones que se veían lamentables. Es que Valdibia, como buen chileno, tenía un humor bien fuerte, negro, incomprensible para Mario. Seguido le recordaba que su país no cabía en los mapas, que era tan pequeño e inexistente que no producía nada para el mundo. Mario siempre trató de controlarse pero hay momentos en los que la humillación y los golpes van juntos de la mano.
Angola ya se dejaba ver, más bien el puerto de Lobito, y el ambiente era húmedo y caluroso, que hacía recordarle el puerto de Acajutla y el día que zarpó, en el que no tuvo que despedirse de nadie, en el que salió con sus sentimientos intactos, ilusionado por subir en el barco alemán. Pero ese día no había alegría ni ilusión. Vivía porque al final de cuentas la respiración es inconsciente; los pulmones no entendían de tristeza.
Valdibia, que también tenía moretones en el rostro, intentó disculparse con Mario y lo invitó a que bajaran al puerto, tomaran unas cervezas y buscaran un burdel. Mario aceptó la invitación. Al grupo se unió Matías, un argentino, encargado de la comida. El capitán le advirtió a la tripulación que solamente estarían 30 horas en el puerto, así que todos tenían una licencia corta.
Lobito ya no era Rotterdam ni Bilbao; era una ciudad pobre y sucia. Estaban en Africa. Pasaron al primer bar que se les puso en frente y se emborracharon. Luego pidieron un taxi y los llevó a un burdel. Eso fue lo último que supo Mario, cuando se despertó el barco ya se había marchado.
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