PO(E)LICIA


En uno de esos días con clima impredecible llegué a una pequeña ciudad, más bien pueblo, que de acuerdo a los rótulos se llamaba Ciudad Isla, en el costero Estado de Veracruz. Y fue toda una concatenación de hechos positivos, al menos para mí, porque llegué justo a tiempo a la delegación de Cruz Roja del lugar. 

Llegué debajo de un gran aguacero y pedí al encargado del lugar un sitio donde pasar la noche, sin saber con exactitud la magnitud de lo que se avecinaba. Sí, me dijo el encargado de nombre Mariano, quien, además de aceptar mi petición, me convido a tomar una sopa caliente de vegetales. Ya sin ropa mojada y bien comido, traté de hacer conversación con los voluntarios de la Cruz Roja y un trió de policías que veían un juego de la liga mexicana. La conversación además de breve es, ya para este tiempo, irrecordable. Sin duda, por eso preferí aventarme en un colchón que me facilitaron y me lancé, sin esperar la hora de la digestión, a descansar.

Para el siguiente día por la mañana, la condición climática no daba visos de mejorar, por el contrario, todo parecía verse negro o gris y el agua arreciaba como si en el cielo se hubiese roto una tubería que ya amenazaba con inundar el lugar. Los policías, que también habían dormido en la delegación, hacían conjeturas acerca de la gravedad de la tormenta y me decían que era imposible que pudiera continuar con mi recorrido en bicicleta. Con bastante resignación veía el cielo pero también con optimismo. Estaba en Veracruz y nadie me esperaba en ninguna parte. Les pedí de favor si podían darme posada un día extra. El encargado, Mariano, me dijo que no me preocupara, que ellos podrían alojarme, claro sin mayores comodidades. Además, durante la noche anterior, cuando me sirvieron una sopa de menudo (res) y yo no probé bocado alguno prefiriendo, extrañamente, para ellos, las tortillas y los frijoles, se dieron cuenta de mi vegetarianismo, así que, así me lo dijo Mariano: “será fácil invitarte a comer frijoles con tortillas” (las que nunca me faltaron); También me dijo que de acuerdo al informe dado por el departamento de emergencias, las condiciones climáticas tenderían a empeorar en las cuarenta y ocho horas siguientes.

Y así fue, el agua de la calle se transformó primero en un riachuelo y luego en un río con todas las de la ley que iba creciendo y amenazaba con inundar las casas contiguas a la delegación de Cruz Roja. Para el tercer día las cosas no podían ir peor. Los noticieros estatales anunciaban la magnitud de la catástrofe: ciudades inundadas, ríos desbordados, puentes caídos, carreteras intransitables. En fin, un caos completo. Al menos nosotros, es decir los voluntarios de Cruz Roja, los policías y yo, teníamos comida y energía eléctrica y conversaciones y chistes y sonrisas.

Ya para el cuarto día los policías salieron en labores de rescate y los voluntarios salieron a repartir unas colchonetas. A mí me pidieron, ya que era seguro que no me iría, que me quedara contestando el teléfono del lugar y que si hablan del departamento de protección civil, les diera unos datos escritos en un pequeño cuaderno. Al parecer eran las variaciones en el caudal en el rio.

No había mayor cosa que hacer, más que esperar y leer, leer y esperar a que terminaran los días.

Ya para el sexto día, con la imposibilidad de continuar con el recorrido, les pedí de favor a los policías si podía acompañarlos como voluntario en las labores de rescate o en lo que fuera necesario. Al principio no supieron se reírse o tomar en serio mi solicitud. Se rieron y también aceptaron mi ruego. ¡Ah que Giovanni! Me dijo el encargado de la policía, a quien yo me le cuadraba en posición militar y le decía: ¡Dígame comandante!

El primer día como voluntario me levanté muy temprano, estaba emocionado con la idea de, primero salir de la delegación y también, ayudar a las personas afectadas. Los policías me dieron un chaleco con las letras que decían: Policía Estatal de Veracruz. Yo con mucho gusto y rapidez me lo puse sin meditar el peligro que ello podría cuasarme.

Durante el recorrido pude ver como todos los cultivos de piña y caña estaban totalmente inundados. La tormenta había sido exagerada, incluso, algunos pobladores del lugar rivereño donde llegamos, llamado El Garro, decían que nunca había sido testigos de una tormenta similar. Las casas, en su totalidad, estaban inundadas y los habitantes albergadas en la escuela e iglesia del lugar. No obstante, y pesar de la situación desesperanzadora, la gente no se lo tomaba con tanto dramatismo y se reunían en grandes grupos, en lo que, generalmente, los más ancianos estaban sentados y los más jóvenes tomando una “cañita” (bebida alcohólica) o riéndose o ayudando a matar algún cerdo (que lo hacían frente a la mirada serena de todos los presentes) y las mujeres cocinando chicharones o gallinas. Lejos del drama, parecía hasta festivo verles. Al final del día no quedaba nada del cerdo, como bien dicen los españoles, “Del cerdo sirven hasta los andares”.

Los policías abordaban unas lanchas rápidas y andaban recorriendo todas las comunidades en busca de personas para ser evacuadas o llevando ayuda como agua potable o pequeñas despensas. Era pesado, porque la humedad y el calor eran asfixiantes, además del reflejo del sol en el agua que te quemaba hasta dentro de los orificios de la nariz. Al final del primer día llego la noticia que una pareja de pobladores que, al verse acorralados por el agua, decidieron salir en su pequeño bote del lugar pero la fuerza del rio los había arrastrado y hasta esa hora estaban desaparecidos. No había mucho que hacer, sin la luz del día era imposible hacer una labor de búsqueda. Los policías decidieron mejor regresar temprano el siguiente día para buscar los cuerpos.

Los pobladores me invitaron a comer chicharones, los que no acepté, también me invitaron a comer gallina asada, tampoco acepté. ¡Bueno y este gitano que come! Dijo un anciano cuando repetidamente negaba lo que me ofrecían. Le dije que era vegetariano ¡Ándele pues! Entonces me sirvieron frijoles, arroz y tortillas. Todo era muy extraño porque estaba lejos de casa, en otro país pero me sentía bien, me sentía seguro y cómodo, charlando con personas a las que nunca podría haber llegado a conocer.

Para el segundo día anduvimos buscando cualquier cosa que anduviera flotando y que tuviera pinta de ser humana. Vimos caballos, vacas, perros, sin embargo, nunca, por suerte, a un humano. Para el medio día se recibió la información de que las personas desaparecidas realmente no estaban desaparecidas sino que se habían ido a la casa de unos familiares en otra comunidad. Se dio por terminada la búsqueda.

Regresamos a El Garro donde el ambiente seguía siendo, como les dije, a pesar de la situación, bastante festivo. Esa tarde habían pelado dos cerdos más y para el siguiente día tenían en lista de espera una vaca. ¡Ahí viene el gitano! Dijeron los pobladores cuando me vieron llegar. Nunca les pregunté por qué gitano, asumí que era una relación directa con el pañuelo rojo que andaba amarado en la cabeza y con las botas negras y quizás hasta con mi barba arábiga. Tómese una cañita, me decían. Les acepté una. Ah, pero no saben qué clase de una; ese trago además de ser demasiado generoso fue terriblemente fuerte al punto que terminé tosiendo. Tómese otro, me decían. No acepte y me retiré.

Los policías que ya habían recorrido todos los sitios en busca de personas daban fe de que nadie necesitaba ser evacuado. Fue entonces cuando llegó un poblador, que nos sorprendió a todos, a pedirle de favor a un policía si podía llevarlo en la lancha policial a su casa para ir a traer a Beto. ¿Beto? Le dijo el policía, pero si ya no hay nadie por evacuar. Beto es mi perro le dijo el señor. El policía pensó que el señor le estaba tomando el pelo, pero el señor hablaba en serio.
El policía sonrió y dio la orden para ir por Beto.

Llegamos al lugar desde donde se escuchaban los ladridos del animal que había quedado en el techo de la casa desde hacía cinco días, quizás eran gritos; gritos de miedo, de hambre o de esperanza.

Después de ese rescate llego otro señor diciendo que necesitaba ir a su casa a traer medio ciento de gallos. No podemos hacerlo le dijo el policía. Pero es que esos gallos son especiales, le decía el señor. Que tienen de especiales, le decía el policía. Son de pelea, le contestaba el señor con bigote abultado y ojos enrojecidos. No le puedo ayudar, le dijo de manera firme el policía. ¿Sabe cuánto vale el más barato de esos gallos? ¿Sabe? Yo lo voy a recompensar por su ayuda, le dijo el señor. El policía me vio a mí de pies a cabeza como buscando la seguridad que yo sería una tumba. ¿Qué dice? ¿Vamos General? Me dijo el policía a mí. Yo simplemente subí los hombros en señal que podría ser interpretada de cualquier forma: o no sé, o decida usted o lo que usted quiera. El policía me dijo: ¡Vámonos!
Ayudamos a jalar los diminutos gallos de pelea y al cabo de dos horas estábamos de vuelta. El señor, dueño de los animales, le quiso entregar un dinero al policía, pero este se negó y le dijo, para mi sorpresa, que se entendiera conmigo. Yo me hice el desentendido y me alejé del lugar. El señor se dirigió hacia donde mí y me agradeció por la ayuda y me extendió la mano, yo la extendí también en señal de despedida y fue cuando me puso tres billetes de cien pesos en la mano y me dijo: Me dijo el comandante que me arreglara contigo. Gracias por el paro. Y se fue.

Yo que estaba disgusto con el dinero fui donde el comandante a entregárselo pero me hiz


o señales que no me podía atender. Prendió la lancha y se fue de nuevo con otra persona. Esta vez yo me quede en el sitio.

De nuevo compartí con los pobladores que ya para esa hora me llamaban por mi nombre o por Gitano y me invitaban a comer o tomar a charlar como si fuera un gran amigo de años que había llegado a visitarles.

Al final de la tarde llegó el comandante cargando animales, desde gallinas hasta unas pequeñas cabras, le ayudé a bajarlos. El me regalo una naranja y me dijo que el día había estado pesado, Sí, le dije y saqué el dinero y se lo entregué, le dije que yo no había venido desde tan lejos para ganar dinero de esa situación. No se enojé mi general, me dijo, y tomó el dinero.

Por la noche me invitaron a comer al centro del pueblo. Me trataban como a uno más de la delegación.

Para el siguiente día otra vez a las mismas labores. Los pobladores buscaban a los policías para ir a traer cosas de sus casas inundadas, no sin antes, ofrecer, con bastante disimulo, ayuda económica. Ayuda que podría catalogarse dentro de la familia de las “mordidas” (corrupción), pero yo era nadie para ponerme a predicar con sermones morales. En todo caso, los policías se ganaban la ayuda.

Así pasó una semana hasta que el clima mejoró considerablemente. Hasta que decidí armar de nuevo mi maletines y partir. Pero, como dato curioso, todas las mañanas cuando me despedía comenzaba a llover y entonces, con bastante facilidad, los voluntarios y los policías, me convencían de quedarme un día más. Y así pase dos semanas hasta que decidí mojarme e irme.

Me fui con un gran dolor, un gran dolor en la pierna derecha, debido a que la tarde anterior los policías me invitaron a un partido de fútbol, “yo soy un gran maleta (malo)”, les dije, y todos se soltaron a reír. ¡Vamos Giovanni! Es solo por diversión. Fuimos a una cancha polvosa y me ubicaron como volante de contención, es decir, volante de marca. Algo que hice, naturalmente, muy mal. Sin embargo, gracias a las cualidades defensivas de mi equipo, mi torpeza futbolística pasaba inadvertida. Y a pesar de esa debilidad incorregible, los policías seguían confiando en mí y me pasaban el balón. En uno de esos pases tomé el balón y quise avanzar unos metros, más por suerte que por técnica, logre driblar a dos contrarios pero justo cuando estaba por deshacerme del tercero éste me dejo ir una patada grosera y flagrante que me dejó tendido en el suelo y con las chimpinillas sangrando. Los policías corrieron rápidamente hacía mi presencia y se armó una pequeña pelea de esas cancheras en las que hay más palabras que golpes. Con bastante dolor me levanté y pedí que se calmaran, les dije que estaba bien (aunque no lo estaba) y que ya todo había pasado y que era mejor seguir jugando. Yo ya no pude y por eso me fui sentar, pero extrañamente me sentí parte de un grupo, me sentí acuerpado por personas a las que hacía dos semanas no conocía. Me sentí parte de los policías de Veracruz.

Comentarios

Entradas populares