EL DESIERTO, EL CUERVO Y NUNCA MÁS

Desde hacía cuatro días viajaba con un pequeño resfrío que se agudizó cuando crucé el paralelo 28 (paralelo que divide las dos Bajas Californias). Los días, aunque soleados en esa parte de México, cada vez eran más fríos y las noches, de por si heladas en el desierto, eran insufribles y las causantes directas de ese malestar físico que trataba de controlar con unas infusiones de limón que, para ser honestos, no me ofrecían mejoría alguna, muy por el contrario, el resfrío iba creciendo y aunque buscaba la forma de sonreír, cada vez me iba costando un poco más hacerlo.
Sin música y sin compañía el desierto puede ser (parafrasearemos a Pablo Neruda) tu amigo o tu peor enemigo. Y yo no estaba para andar haciendo enemigos. Sin embargo, y para no hablar mal del desierto, diremos que fueron los intratables vientos del Norte los que me hicieron sufrir esa mañana. Ya se los he dicho antes, para un ciclista no hay nada peor que el pedalear en contra del viento. Vaya, ni las montañas pueden ser tan crueles como el viento en contra. Lo bueno es que hasta en esas condiciones adversas uno encuentra pequeñas juegos que le ayudan a seguir avanzando, a minimizar (y ¿por qué no? Olvidar) el sufrimiento. Uno puedo ser racional y creer que la vida está completamente reglada y que debe comportarse de tal o cuál forma, pero en medio del desierto, sin nadie alrededor, con el viento en contra y con el día por delante, darle espacio a lo surreal era fácil. Ver formas en las nubes o en las montañas o en los cactus, era normal, no costaba nada dotar de personalidad al desierto y a todo lo que se movía en él. Era hermoso, cruel pero hermoso. Fue entonces cuando sucedió, me di cuenta que no viajaba solo, junto conmigo y desde las alturas, volaba un (no sé si precioso) cuervo que luchaba, al igual que yo, en contra del viento. Cuando le vi, pensé en la naturaleza y la capacidad que tienen las aves de planear y volar en contra del viento; le veía y trataba de copiarle alguna técnica que me facilitará el pedaleo. No había mucho que aprender. Evolutivamente no había nada que discutir, los caminos de la vida me habían puesto sobre la tierra y al cuervo lo había dotado de libertad. Le había dado alas. Sin embargo pedalear es como intentar volar, por eso cerré los ojos y vi la imagen de mis dos hijos esperándome en el Parque McArthur de los Los Angeles. Sentí su alegría y su calor. Abrí los ojos y de nuevo estaba en el desierto con el viento gritándome al oído y con el cuervo como guía. Era la hora de divertirse, recordé el poema de Edgar Allan Poe y grité al cuervo con todas mis fuerzas: ¡Nunca más! Sin esperar ninguna manifestación metafísica en medio del desierto, sucedió algo extraño, no es que el cuervo fuera a hablar (no me dijo ¡Nunca más! como el cuervo de Allan Poe) pero si gritó; ¡Caah! ¡Caah!. Cuando lo escuché se me vino una sonrisa de niño al rostro, el cuervo había aceptado jugar conmigo. Seguí gritándole: ¡Nunca más!. El cuervo siguió respondiéndome; ¡Caah! ¡Caah!. Así, en medio de ese juego, nos olvidamos del viento, el sufrimiento y el tiempo, cruzamos una parte del Valle de los Sirios, el lugar más solitario que recuerde en mi vida. El cuervo encontró su camino, yo también el mío. Conseguí posada en un rancho conocido como San Agustín y logré pasar el día más solitario de mi vida, 14 horas conmigo mismo, sin una sola persona con quien hablar, únicamente con el negro cuervo del desierto. Esa noche tomé dos pastillas porque la temperatura podría hacerme delirar. Podría.

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