En una solitaria noche, oscura y de invierno, parecía que la casa de mis difuntos abuelos no aguantaría la fuerza de la tormenta que,  además de agua, traía peces y hasta sapos que rebotaban en el techo ¡Pokoshhh! se escuchaba por todas partes. Yo, el nieto menor de mis abuelos, había llegado ese día a reparar unas paredes de la vieja casa familiar que se estaba resquebrajando como la dentadura de los ancianos; el lugar había quedado en abandono total desde la muerte de mi abuelo. Yo, que recién había egresado de la facultad de arquitectura, no tenía trabajo, así que me había dado a la tarea de recuperar la fachada de la descuidada propiedad. Pero esa noche, debajo de ese gran aguacero que ponía a temblar a todas las puertas y ventanas, me sentía, sinceramente, arrepentido de haberme quedado a dormir.

Un trueno fulminante se estrelló en la cercanía del patio y sonó como el ronquido de un gigante (aunque yo nunca he visto a un gigante y mucho menos su ronquido) que, con la vibración, hizo que un pedazo de teja se quebrara y cayera cerca del petate que arme para descansar. Pero ya no había forma de irme a buscar otro lugar donde dormir; Tenia que aguantar el ruido, el frío y, no quiero engañarlos, también el miedo. Es que en la soledad del campo se vive la verdadera noche, en la que vivían, según mi abuelo, todos los sustos y misterios del mundo. Desde la Siguanaba pasando por los Cadejos hasta el Cipitío.  Pero yo, la verdad,  nunca le creí esos cuentos que me contaba por las noches para dormirme; Aunque, al principio, cuando era niño, y debo de aceptarlo, si le creía un poco, pero una vez llegaba de nuevo a la ciudad esas historias se me olvidaban como la oración a la bandera salvadoreña. Sin embargo esa noche sentía algo de miedo.

El pueblo más cercano estaba como a cinco kilómetros y, aunque tenía auto, seguramente el río estaba crecido y no podría pasar por el puente de madera. Por lo que tenía aguantar  la tormenta, más bien el miedo.

La lluvia y el ruido areció tanto que no podía ni escuchar mis pensamientos y con algo de dificultad tragaba saliva y escuchaba mi voz interna que me repetía: ¡El miedo no e-xis-te!

Y, realmente, para mí, el miedo no existía,  y cómo si por  esa época simpatizaba con las ideas comunistas y casi (casi) era ateo, de no ser porque sentía, desde pequeño, un profundo respeto y devoción por el Santo Niño de Atocha (al punto que siempre llevaba junto conmigo una estampita del hermoso santo). Claro, ese comportamiento fue herencia de mi madre, pues ese santo era el de su devoción,  a tal punto que durante buena parte de mi infancia me dejó crecer el cabello a la altura de los hombros y toda la gente le decía que me le parecía al santo niño de Atocha. Y ella feliz. Yo, para ese entonces, no sabía quién era el santo y simplemente sonreía.  Pero esa noche, de verdad, no tenía miedo de espantos, ni mucho menos de las leyendas mágicas que me contaba mi abuelo cuando yo era un niño. En todo caso, tenía miedo de los pobladores del pueblo vecino que llegaban a robar ganado; incluso, algunos de esos píos decidían pasar la noche en la abandonada casa de mi abuelo; Por eso, además de la estampita, decidí llevar el revólver de mi padre.

Esa noche, después de la tormenta, escuché el peor de los silencios de los que tuviera memoria, ni los grillos, ni los sapos (recién caídos) tenían valor de gritar; ¡Era terrible!, la oscuridad se comía de un solo bocado mi vista. Extrañamente no me podía dormir.  Pasé pensando en el misterio del tiempo y los años, cuando en esa casa hubo vida. Pero esa noche no quedaban más que unas paredes y un techo a punto de caerse. Ese sentimiento de impotencia ante el tiempo y el olvido me motivaba aún más por vivir la vida fuera de los convenciones sociales que vivían recordándome edades — ¡Qué estás muy joven para esto! Y después: ¡Estas muy viejo para aquello! .Entonces pensé que, realmente, el hombre ( es decir, el ser humano) había nacido para ser nómada, ¡libre! por esa forma de pensar (muy seguramente)  era el único de la generación de arquitectos que aún no se había casado, precisamente por querer ser libre y no cederle mi libertad a nadie. A ese punto muerto había llevado mis pensamientos. Al matrimonio. Y de tanto pensar me dio hasta sed (como si hubiera hablado por horas con alguien). La boca se me había  resecado tanto que hasta me dolió el estómago del sabor simple de lo saliva y los labios. Entonces me levanté a buscar la garrafa de agua que había llevado conmigo, encendí mi pequeña lámpara de mano  y alumbré a un costado pero la garrafa la había olvidado en la parte de afuera de la casa porque había pasado toda la tarde bajo el sol midiendo los pilares y las paredes y  había olvidado entrarla. Así que tuve que salir a traerla. Abrí la puerta y afuera el olor a tierra mojada era inconfundible, además de la frescura y la oscuridad asfixiante. Nada sorprendente para ser el campo, hasta que una extraña luz verde se hizo evidente debajo del árbol de morro que estaba justo en el centro del patio—”seguramente debe de ser una luciérnaga”—pensé, pero la luz era demasiado luminosa, por lo que decidí caminar y alumbrarla con mi lámpara. De a poco me fui acercando y la luz crecía en intensidad.  Una gran mariposa (Parecida a las molestas papalotas negras) tenía extendidas sus alas y cuando la alumbré, siguió quieta y logré ver el dibujo de lo que parecían ser dos grandes ojos de búho, justo  en ese momento extendió sus alas y, para mi sorpresa, tomó un vuelo vertical y giró completamente hacia mí. No me dio tiempo de reaccionar y fue cuando aprecié que la mariposa realmente tenía la figura de una diminuta mujer que, en cuestión de segundos (o menos que eso) llevó sus manos a la boca y sopló un extraño humo que brillaba en la oscuridad. Intuitivamente cerré los ojos y un extraño olor, parecido al que produce el pescado seco que hacía mi abuela en semana santa, me hizo estornudar de inmediato y no pude contener el lagrimeo en los ojos. Un ruido espantoso vibraba en mis oídos, rápidamente llevé mis manos a la cabeza pero el ruido cada vez era más cercano y  se escuchaba como el sonido que produce las latas de un carro viejo en una calle empedrada, además de unos gritos que clamaban: — ¡Auxilio! ¡Auxilio!...—El sonido de un melódico reloj de bolsillo hizo detener todo ese ruido, fueron doce campanadas y unos pasos muy lentos se acercaron hacia donde me encontraba tirado en el suelo. Debían de ser los píos del pueblo cercano, por eso llevé mi mano derecha a la espalda y traté de sacar mi revolver, fue en vano, el golpe de una persona hizo volar el arma (Debió haber golpeado con el pie), no obstante intenté pelear pero me fue imposible.

Una voz ronca y áspera como la de alguien que está resfriado me dijo:

— ¡Ah! ¿Qué es peor que un enamorado?... Dime, dime, dime. Vamos, tú lo sabes ¿No lo sabes? Ah, bueno, entonces, te lo diré: ¡Un poeta enamorado!... ¡Poetas! ¡Poetas!…encienden la chispa y después no quieren apagarla…Siempre es lo mismo, en todo lugar y en todo tiempo…Enamoran no solo a las mujeres, si no que hasta las plantas y los elementos… ¡Abre los ojos muchacho!...es hora de irnos…

Abrir los ojos me era imposible, el dolor era demasiado fuerte, similar al que se siente cuando se deslizan por la frente las gotas de sudor a medio día. Poco a poco fui viendo muy nublado, la extraña luz de una lámpara de gas fue haciendo evidente la figura de un señor vestido, a mi modo de ver, con un impecable uniforme militar— de esos que uno ve en los cuadros de las batallas de hace dos siglos— el pantalón era blanco muy ajustado al cuerpo, sostenido por un cincho dorado con relieves azules y una solapa con forma de corte “v” de color azul y sobre los hombros unos tipos de borlas de color amarillos y una espada dorada envainada, el tez de la piel se le veía un tanto blanca y usaba un bigote con barba al estilo de un poeta que estudiábamos en bachillerato, un tal Gustavo Adolfo Bécquer.

—Échate un poco de agua en el rostro…—me dijo y tomó una cantimplora de lo que parecía ser su carruaje. Me restregué el agua en la cara y en especial en los ojos, mientras frotaba mis manos fui viendo un carruaje muy extraño, tan extraño porque no tenía animales que lo jalaran pero de ahí provenían unos soberbios gritos que seguían pidiendo auxilio. Cuando ya pude ver por completo le dije al señor:

— ¡No tengo dinero!…apenas he llegado este día y solo estoy reconstruyendo esta propiedad que era la casa de mis abuelos…Por favor no me haga daño---

El señor me vio con cara de sorpresa y una pequeña risa sarcástica se le escucho y me dijo:

— ¡Estos poetas cada vez están más locos! …¡Vamos súbete! No tengo tiempo…

— ¿Poeta?…yo no soy poeta, soy arquitecto…usted se ha equivocado conmigo, mi nombre es Manuel…

— ¡Siempre es lo mismo!...un día de estos redactare un manual y lo vendré a dejar una semana antes y así me evito estar contando la misma historia siempre… ¡Es una orden! ¡Súbete!—me grito el viejo.

Yo logré ver el camino que daba a una pequeña quebrada, seguramente por ahí no podría pasar el carruaje y pensé que sería muy difícil que me encontrara en medio de todos los arbustos, así que tomé la decisión de correr y tiré la cantimplora al suelo y me fui decidido al monte. Dos aplausos sonaron de las palmas del viejo y escuché el relinche de los caballos— ¿pero de cuáles caballos?, si no había ninguno—pensé. Después de haber corrido doscientos metros sentí como algo con fuerza me socó en medio de la cintura y pude ver un lazo amarillo que me apretaba. Ya no tenía forma de escapar, caí al suelo y sentí el dolor de unas piedras golpear mi espalda.

De nuevo ese ruido ensordecedor que chillaba a tal punto que yo buscaba los hombros con mis oídos para taparlos. El grito del señor en medio del monte hizo que el ruido parara y me dijo:

—Te conviene hacerte mi amigo, por favor, no huyas, porque yo te encontrare, así sea que te escondas debajo de las piedras, en un sueño y hasta en el infierno yo te encontraría fácilmente…

El viejo se dirigió hacia mí en seguida me cubrió con un saco (De esos que ocupan para guardar el maíz) y la comezón fue instantánea. Comencé a gritar:

— ¡Auxilio! ¡Auxilio!

De un solo intento el señor me levanto directamente a su espalda y me llevó hacia el carruaje o mejor dicho a esa carreta chillona. Los gritos de otras personas pidiendo auxilio se hicieron más fuertes. Yo no paraba de mover mis piernas, pero era imposible. Me tiro directamente a la carreta y en seguida sentí los golpes de otras personas que buscaban la libertad al igual que yo.

El señor volvió a dar dos aplausos y el sonido de los caballos relinchando dio inicio de nuevo y la carreta inicio la marcha junto con todos los gritos de los ahí capturados…

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